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martes, 18 de diciembre de 2018

UNA LABOR BIEN HECHA


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Tarde de Nochebuena, 20:00 horas. Un paraje perdido en la meseta castellana. Han empezado a salir las primeras estrellas en el cielo violáceo. El repartidor se lamenta de su infortunio. Hace media hora que pinchó circulando y, como consecuencia, el camión ha dado un fuerte viraje, se ha escorado bruscamente y se ha volcado parte de la carga. Observa, desolado, varios cientos de bultos esparcidos por una extensa llanura que, por momentos, parece replegarse ante las sombras crecientes de la oscuridad. Oscuridad que aflige como un presentimiento. O un mal presagio. Para colmo, no lleva herramientas con que cambiar la rueda, las prisas de los pedidos por las fiestas hicieron que se dejase la caja olvidada en el almacén ésta mañana al salir. Ha tratado varias veces de hacer una llamada a un servicio de asistencia, a su empresa, a la familia, pero el móvil dice insistentemente: SIN SEÑAL. En esas está, rascándose el cogote, sin saber qué hacer,  sumiéndose en el abatimiento por la bronca que le espera de los jefes por no hacer la entrega y resignándose a la posibilidad de tener que pasar en aquel lugar olvidado la Nochebuena, cuando por la carretera advierte una luz azulada acercándose. Es una patrulla de la Guardia Civil.
—Buenas noches. ¿Qué ocurre? —pregunta un guardia joven, asomando su cara por la ventanilla.
—Buenas noches. Reventón de un neumático trasero. Cuando me detuve, parte de la carga se ha volcado en el arcén —explica el repartidor señalando el camión—. Resulta que no tengo gato.
 Se apean  los dos guardiaciviles. Uno de ellos, el que conducía, desaparece rodeando el vehículo y surge por la parte trasera provisto de una caja de herramientas. El otro, el joven, se quita la prenda de abrigo, que deja doblada sobre el capó, y empieza a aflojar los tornillos mientras su compañero, situado a su altura, coloca el gato y gira la manivela elevando la camioneta.
El repartidor, viendo cómo progresan de rápido, va a por la rueda de repuesto. Apenas la trae, aquellos dos hombres, que casi no hablan entre sí de compenetrados que están, colocan la nueva con la misma minuciosidad con la que han retirado la pinchada. Parecen tener mucha experiencia.
—Pues ya está —dice el guardia joven, incorporándose y mirando a la llanura.
—Muchas gracias. No sé qué habría sido de mí hoy sin vosotros. A estas horas y en un día como hoy nadie circula por estos parajes.
—Aún no hemos acabado aquí —sigue mirando la llanura.
El hombre parece no entender. Significa eso que lo van a multar, porque entre estos y los municipales lo tienen ya frito
—Queda toda esa carga perdida —ha dicho el otro guardia.
—Pero no irán ustedes a…
Ahogó sus palabras, viendo que la pareja se había puesto a la tarea sin vacilaciones. Había al menos el contenido de tres palés desparramado en un radio de diez metros. Latas de conserva, paquetes, botes de bebida…A los tres hombres les llevó casi una hora ir recogiendo aquella infinidad de bultos en la incierta oscuridad, rota únicamente por los haces de luz de los dos vehículos, e ir colocándolos luego en la carlinga.
Jadeos, resoplidos. Idas y venidas. De vez en cuando, el repartidor observa de reojo sus espaldas, encorvadas como braceros vendimiando una cosecha, en las que podía leerse, fosforescentes, las palabras GUARDIA CIVIL. Fue hace un par de años, recuerda, cuando una noche que estaba con varias copas de más liándola en un bar de carretera, después de haberle sacudido a otro cliente y a un camarero y de haber tirado vasos y sillas, y tras de intentar atizarle a un picoleto venido a poner paz, que terminó despertando en un calabozo, aturdido. Seis meses y cien euros de multa más las costas, le metieron en el juzgado, y «cuidadito con volverla a armar». Desde aquel día no les tragaba pero ahora, reconoce, siempre están donde tienen que estar. 
Es entrada la noche cuando el repartidor coloca los últimos bultos asegurándolos con una brida. Los tres hombres se han reunido entre los dos vehículos. Hace mucho frío, los vidrios de las ventanillas están opacos. El repartidor los ha estado mirando todo este tiempo, sin dar crédito. Ni un mal gesto. Ni una queja.  Nada. Como si de un castillo de naipes se tratara, se le han derrumbado todos y cada uno de los prejuicios que hasta hoy les tenía. Desechándolos para siempre. De cerca y con la luz azulada iluminándolos, puede observarlos mejor. El joven es más alto de lo que le pareció. El otro, es un cabo de ojos grises, fornido y grandote. Tienen caretos de buena gente.  Honrados, solemnes, abnegados. No sé cómo agradecerles esto, masculla el  repartidor. El guardia joven, que se ha puesto el abrigo de nuevo, responde que en un  día como éste no iban a permitir que nadie se quedase tirado. No le da importancia alguna.
Aún estamos a tiempo de llegar para la cena ¿no?, apunta el cabo, consultando el reloj. Todos asienten.
Gracias, les dice. Muchas gracias y feliz Navidad. Y les tiende la mano.
De nada, hombre, e igualmente, responden ambos estrechando, uno tras otro, la suya. Se hacen un  paso atrás y, como en una coreografía ensayada, llevándose la mano a la gorra saludan marciales, los ojos luminosos bajo la visera, la espalda recta. Dan media vuelta y desaparecen en dirección a su coche patrulla.
—Nos gusta hacer bien nuestra labor —dice el joven cerrando la puerta.
—Una labor bien hecha —replica el cabo.
Se ponen en marcha. Por el espejo retrovisor lo ven hacerse más y más pequeño y levantar por  última vez el brazo agitándolo para despedirse.
—¿Tú crees que nos habrá reconocido?
—No lo creo —mueve el cabo la cabeza en señal de negación riendo de medio lado—. Estaba muy bebido aquel día. Camino del cuartelillo nos llamó «vagos y parásitos de la sociedad», ¿recuerdas?
—Sí. Tú le dijiste que era una pena que hubiera conocido solo la parte más ingrata de nuestra labor. Pero que había otras. Que tal vez algún día llegara a conocerlas.

©Humberto 2018.


 
 


domingo, 5 de agosto de 2018

LA LUZ QUE PROMETES


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Te miras la mano cuando pasas por el cuarto de seguridad, luego de haber saludado al de puertas, que es un tipo joven, de treinta y pocos, de parecida edad al de quien adelantándote por la derecha te pisó hace un mes una vacante. Un veterano te dijo una vez, cuando empezabas, que al cumplir cincuenta nadie debería estar en la calle, que a partir del medio siglo era el final, el reposo del guerrero. Aprietas el puño, observas tus tendones. Tienen vigor aún. Ya tienes cincuenta abriles y continuas, como el primer día, subiéndote a un radiopatrulla.


Recuerdas mientras caminas oyendo tus pisadas sobre las losas del patio que conduce a vestuarios, repleto de vehículos policiales. Tantos años transcurridos. Qué empresa ésta, murmuras por lo bajinis, en la que ya nadie quiere estar en la calle de desprestigiado que está todo. Ya nadie quiere estar en el lado luminoso de la trama, donde los goteantes noviembres, nadie quiere ser espino solitario en infértil valle. Una música de jazz que solo oyes tú, suena como banda sonora en esa punzada de nostalgia que te invade. De pie ante tu taquilla, vuelves a contemplar la sangre de los tendones al apretar el puño, un instante, justo antes de calzarte el uniforme.


Ahora suenan voces rumorosas en el fondo, adivinas a los del resto del turno cambiándose también: pierdes el hilo de la música. Cumplir, te dices. El cumplimiento del deber. Es el único concepto que parece tener sentido para ti de todos cuantos escuchaste decir y leíste a lo largo de estos años y que, por unas u otras razones, dejaron de tener sentido: vocación, profesionalidad, compañerismo, deontología, mérito. Pasa Pérez, el rezagado, que siempre viene con el tiempo justo, levantando la mano y dando los buenos días. Y devuelves, mecánicamente, el saludo.


Sigues recordando mientras te adentras en el pasillo lleno de puertas abiertas que vomitan haces de luz sobre el suelo. Noches negras guarnecido de tergal azul, temblando de frío en el vientre de un BX, aguardando junto al taciturno veterano el momento de salir afuera y «atornillar» al individuo que, mediante fractura de la puerta, se había adentrado en la tienda de pieles. Chaleco, gorra de plato y Franchi a la puerta de una garita, bajo un sol que convertía en plomo fundido el asfalto. Putadas de veteranos, los primeros días, que eran el verdadero bautismo de fuego para con los novatos, hasta que te aceptaban como uno más en el grupo. En tu caso su respeto te lo ganabas a partir de que comprobaban que sabías escribir (lo elemental al menos, pero suficiente), la asignatura pendiente de la mayoría de ellos, para ti era pan comido poner negro sobre blanco las observaciones de lo actuado en cada servicio, se trataba simplemente de narrar, como en los relatos que llevabas haciendo desde chaval, pero en el de ellos, procedentes de otras escuelas con otras directrices, se les antojaba harto difícil. Fue por una minuta tuya, que un jefe te dio la primera oportunidad, a los años, de ir a un grupo de judicial. Impecable, dijo, ven a verme que estamos buscando a uno. Y muchos años después, otro jefe en otras latitudes, viendo un escrito tuyo te convencería para que fueses a la ODAC[1]. «Tú lo vas a pillar enseguida, que prometes». Tanta luz que prometías se quebró como los días. La decisión de cambiar de destino te puso en una nueva situación. La de ser el nuevo y volver al principio.


En el cuarto de los Zetas[2], hay dos de prácticas: es su primer día. Caras anhelantes y curiosas. Alguien les está hablando de cómo va esto. Acaso, matándoles la ilusión.

—Tranquilos, chavales, cuando llevéis unos cuantos años sabréis realmente lo que es esto. Al principio no le das importancia: jefes borrachos, puteros, enchufes, endogamia, falta de planificación, personal, etcétera.

Los chavales, se limitan a sonreír y no dicen nada.

—Yo no es que lleve mucho —prosigue—, pero en diez años ya sé hasta qué punto está corrompido esto, hay que respetar tanto el que quiere trabajar como el que simplemente va a cumplir. Procurad escuchar a los veteranos, pues esto no ha cambiado tanto como la gente cree, pero una cosa tienes que tener clara, como un día te pase algo, aunque sea por hacer tu trabajo, vas a saber lo que es estar realmente solo, así que utilizad la cabeza, dejaros de películas.

Saludas y te presentas, tendiéndoles la mano. Un simple gesto que veinticinco años atrás nadie hizo contigo. En algo sí hemos cambiado, dices, sonriente.

—Qué va. Todo está igual que hace cuarenta años, o peor.

Niegas con la cabeza. Cada uno cuenta la feria según le ha ido en ella, pero tú hablas de la feria de otros, le dices. Y no continúas, porque a esas horas, sin la primera dosis de cafeína, no tienes ganas de hablar, limitándote a mirar por la ventana la silueta oscura del monolito que recuerda la gesta de los del Décimo Grupo de Asalto, unos cuantos guardias caídos en el cumplimiento del deber, y cuya historia ya nadie cuenta ni recuerda.


Más tarde, acodados los cuatro en la barra del bar, el que existe en todas las comisarías, que abre tempranísimo y cierra tardísimo, y cuyas camareras conocen a todos por el nombre, te sueltas y empiezas a contar cómo era aquello.
—¿Diez años y ya piensas así? Como diría mi compadre, el de la CRG[3]: «chaval, lo que da de sí un decenio».

¿Qué todo sigue igual, dices? Pues no. Aunque no nos demos cuenta, todo va cambiando. Para los que hayan ingresado ahora, como estos dos —siguen sonriendo—, los cinco turnos les van a sonar como me sonaban a mí los 24 por 24, o los 24 por 48 y doblando de mis veteranos. Ya nadie recuerda que, no hace tanto, en la década de los noventa, se patrullaba en vehículos que no disponían de algo tan básico como la radio o el aire acondicionado. ¿Sabe alguien de los presentes lo que es introducirse dentro a 50 grados? Pues menos lobos, Caperucita.

El veterano de los dos lustros arruga el hocico.

—Quién me iba a decir a mí que iba a tener un día chaleco de dotación personal, o que no iba a tener que planchar la camisa ni el pantalón, porque cambiarían el uniforme y sus tejidos. O que iba a ver gente en el zeta con cincuenta tacos cumplidos, como es mi caso y el de muchos otros.

En la tele, dos mujeres están dando las noticias. Son hermosas. Pero no tanto como la que da el parte meteorológico: ojos de fuego, falda de tubo y tacones de espanto. Eso llama la atención del grupo y se hace el silencio.

—Por qué será que las del telediario, como las mujeres de los futbolistas, son todas tan feas siempre.
Ha dicho la camarera, con sorna.
Apuráis el café, y salís.

Has visto pasar, como ahora pasan los edificios y las calles, somnolientos, a media luz del alba, por la ventanilla del coche, a muchas promociones de prácticas, muchas caras distintas, anhelantes de saber, muchos pequeños ruiseñores para un mundo de gavilanes, a quienes siempre había algún compañero avinagrado empeñado en pintarles esto peor, incluso, de lo que era, tratando de chafarles la ilusión primigenia, la de los primeros días, o de matarles la curiosidad, anticipándoles la predicción de un futuro que fue su pasado, pero que, en modo alguno, sería el de ellos: nadie escarmienta en cabeza ajena y aquellos chavales, que ya serán unos veteranos de pelo en pecho, habrán llevado con mejor o peor fortuna la vida profesional que les haya tocado en suerte, con sus circunstancias, con sus oportunidades. No hay dos destinos iguales, ni dos suertes iguales. Los trenes pasan y cada cual se sube al suyo y exclusivamente uno es dueño de su destino, porque somos las decisiones que tomamos.


Ahora acudís a una primera llamada. Se trata de un tío que ha amenazado a otros con un cuchillo en un bar que abre sus puertas al lado de un «after». El de prácticas está nervioso y mira extrañado tu calma. Sonríes con una mueca, en eso consiste la veteranía, chaval, no en contar batallas. Al llegar ya no se encuentra nadie salvo la camarera. Falsa alarma que tú, viejo zorro, ya pronosticaste. El tipo, explica, estaba desayunando, otros lo importunaron, después le soltaron increpaciones que éste devolvió haciendo aspavientos, sin darse cuenta de que tenía un tenedor en una mano y un cuchillo en la otra (con las que había estado cortando la tostada). Nadie quiere nada y se resuelve todo con presencia policial.


A bordo, circulando despacio por el casco antiguo, entre grupos de chavales que regresan haciendo eses, el de prácticas entabla conversación. Quiere saber qué opinas.
—¿Cómo son los compañeros aquí? En otras plantillas, me cuentan, hay de todo.
—Los de aquí bien, exceptuando un par de casos. Pero bien. Si yo te contara cómo fueron mis veteranos…

Y lo haces, le hablas de aquellos rudos hombretones, y le pones el contexto de sus circunstancias y sus padecimientos. Tu padre, le aclaras, fue uno de ellos y te criaste entre conversaciones de viejas glorias. Algún día, le sueltas como colofón a la clase magistral, puede que te cuente la historia del monolito.

Vuelves sobre el tema.

—Hay compañeros de todo tipo, laya y condición, y se los puede clasificar de cientos de maneras diferentes, pero lo que vengo observando que existe en abundancia es el compañero quejica. Ha existido desde el inicio de los tiempos, seguro que en la Policía General del Reino ya había alguno, yo que sé, quejándose de que era escaso tiempo el plazo de ocho días, lo más tarde, para pasar un detenido a disposición —Y ríes; él, compruebas, también lo hace—. Y a ese, al quejica, no lo he soportado nunca. Si está a turnos quiere ser de complementario. Si de complementario, quiere cobrar la turnicidad. Si de uniforme, quiere ir de paisano. Si de paisano: que gasta su ropa particular. Que si hay mucho trabajo, quiere menos. Que si no hay apenas trabajo: se aburre. Quejas de hoy, quejas de siempre. Quejarse es algo que hace incluso ante quienes están en peor situación, ante tíos que acumulan arrugas como surcos pringando a turnos en la calle y con más años que Carracuca.

Se cuenta la feria según te fue en ella. ¿Tan mal está este cuerpo? La respuesta es que no tanto, o no del todo a como muchos lo pintan. Que podría estar mucho mejor, pues sí, pero tan mal no está. Ascensos: hay gente, mucha, que asciende por sus propios méritos. No todo es enchufe. Medallas: Hay medallas bien concedidas y mejor otorgadas, como también te digo que se puede vivir sin ellas y ser incluso mejor profesional que otros a quienes se la hayan concedido.

—¿Y lo de alcohólicos que decía el otro compañero?

—Te puedo asegurar que, siendo yo bisoño, casos de alcoholismo he visto bastantes en quienes fueron mis veteranos, pero hablamos de la gente que había entrado aquí en los setenta y primeros ochenta. Adicción que la mayoría contrajo tras su paso por las Vascongadas en los Años del Plomo, viviendo acuartelados 24 por 24 horas de servicio, con la amenaza latente, yendo a servicios que podían tratarse de una emboscada, acudiendo a funerales clandestinos de policías o guardias asesinados, cuyos restos desmembrados eran amortajados en la bandera de España, que les tocó a contrapelo de una sociedad cambiante que pasaba velozmente de una dictadura a una democracia, quiero decir con esto que había una causa y que esa era la consecuencia, pero ahora que tengo un pie en el invierno profesional, la única afición que les conozco a los compañeros jóvenes es la de estar sanos, ir al gimnasio y meterse batidos multivitamínicos.

El joven de prácticas sonríe. Él mismo lleva en la mochila uno de esos batidos.


 
Las caras de tus veteranos pasan fugazmente, desfilando, como si hojearas un álbum de fotos, sus recuerdos son como fantasmas. Ninguno de aquellos fantasmas, concluyes, tenía ya nada que ver con aquello. Otros no habían llegado a envejecer como tú, recuerdas. Habían terminado antes del tiempo de las preguntas con respuesta, cuando todo era virgen, simple y fácil, todavía, cuando tenían aun anhelos y la cara de ruiseñor. Cuando todo era «servicio, dignidad, entrega y lealtad», mucho antes de llegar al escueto y resumido «cumplimiento del deber».

—¿Y los jefes?—pregunta el joven.

—Con los jefes otro tanto: siempre vendrá otro que hará bueno al anterior. Y cada uno tiene una idea personal y distinta de lo que debe ser un jefe. Mientras algunos tendemos a olvidar las innumerables patadas, coces y otros sinsabores de una larga carrera quedándonos con lo bueno, otros se retroalimentan diariamente con el par de zancadillas recibidas. Hace un mes que un chaval me pisó una plaza que parecía estar hecha a mi medida. Y no pasa nada. Tal vez, no sea llegada aún la hora del asiento junto a la lumbre. El jefe del servicio debió haber descolgado el teléfono para llamar a los otros jefes y preguntar por cómo éramos los candidatos (es lo que hubiera hecho yo en su lugar). En lugar de eso, recibió una llamada y le dijeron el nombre. Sin rencores. Que viva tranquilo cien años que, por la gloria de mi madre, no le guardo rencor.

Haces una pausa, tras la cual añades:

—Pues eso, que un jefe simplemente debe ser alguien que motive al personal y que sepa el modo de compensar ésta jodida balanza cuando se incline mucho del mismo lado.



El tiempo parece estar contenido en odres de vino: los minutos se deslizan, gota a gota, cuando simplemente patrulláis; a chorro de espita abierta cuando la sala os comisiona para algo. Es ya mediodía, el sol está alto y se han extinguido las sombras. Aprieta el calor. En el haber tenéis un par de alarmas, habéis conducido a un detenido ante el juez, y habéis puesto paz en varios conflictos, uno doméstico y dos vecinales.

—Echo a faltar algo de acción—dice el de prácticas.

Sonríes. Casi te da la risa.

—Vas a tener años por delante para que te lleguen momentos suficientes de acción, no tengas prisas, no todo va a ser el primer día.


Te vuelves a mirar las manos, te parece advertir restos de sangre bajo las uñas. Intentas situar aquella sangre en tu memoria y al cabo desistes, desalentado. Demasiados servicios, demasiados «en el punto», demasiadas calles donde había una pelea, demasiados bares donde había un problema con un cliente, demasiadas columnas de humo ardiendo de coches-bomba a tu frente, demasiados mares de asfalto patrullados bajo un cielo plagado de silencios administrativos, el peor de los silencios, tantos y acumulados que ya no incomodaban ni con sus odios ni con sus favores. Podía ser, en realidad, sangre de cualquiera. De un chorizo o de un compañero. De alguien herido o muerto. Tuya, tal vez.


Te frotas los dedos en las perneras del pantalón. Qué buen tejido tienen éstos, no es el tergal, exclamas. Y qué ocurre cuando uno se va y recibe la espada de madera, te preguntas de pronto. Cuando pasas a segunda actividad, y ya no tienes un turno ni un servicio al que acudir ni un ruiseñor al que apadrinar bajo el ala, como ahora, y recuerdas. Y encaneces mientras recuerdas. Pasa que te conviertes en un Ulises viejo, y que frecuentas bares de policías con la mirada puesta en un mar que ya no navegas, con música de jazz sonando continuamente a golpe de punzadas de nostalgia, tal vez como un cíclope razonablemente convencido de su ceguera y al que los nuevos veteranos llaman Nadie. Imaginas el futuro, de pronto. Tu vida en apenas un lustro más. Un policía lo es siempre, aunque se retire, te había dicho una vez un viejo sargento, pero como personas nos echamos a perder.

Sigues patrullando, absorto con esa idea rucándote el magín. El joven, a tu lado, te hablaba de lo que él pensaba debía ser un buen policía.

—Muchos de mi promoción están por una nómina fija y lo que quieren es tener un puesto tranquilo para hacer lo menos posible. Sin vocación alguna, oyéndolos empiezo a desilusionarme. Cuando juren van a ser unos caimanes.

—No pienses en eso. Un policía lo que tiene que hacer es limitarse a cumplir allí donde acabe o donde lo pongan. Y nada más. Los Vocacionales y los Profesionales, a medida que pase el tiempo, ya lo vas a ver, se intercambiarán los roles.


Vuelves a oír música de jazz en el interior de tu cabeza. Los policías se dividen, convienes, entre los hombres que tienen calle y los que no la tienen. O no la quieren pisar. Los que tienen sangre en las manos, sangre de otros o de uno mismo, qué más da: Sangre de lo que fuimos. Sangre de lo que somos. En buenos y malos compañeros, pero nada más.

Ninguno de los fantasmas que arrastras contigo, vuelves a decirte, tenía ya nada que ver con aquello. Y tú mismo, tampoco, aunque sigas formando parte de ello.
«Te fuiste como se va la tarde. Un día partirás», canturreas por lo bajinis, llevando el compás con los dedos, «tanta luz que prometías se quebró como los días».


Terminas. Ya cambiado, desandas el camino en dirección contraria al de madrugada, dejando atrás el uniforme colgado en la taquilla con los recuerdos humeantes de ésta mañana, que llegando a casa serán tan lejanos y remotos como los días de academia, o los primeros días. Pérez, que llega el último pero marcha el primero, va delante. Pasas junto al monolito: «ejemplo de escuela y patriotismo». Pronto, seré uno de esos fantasmas cuya historia nadie recuerda y los que hoy eran ruiseñores, convertidos en gavilanes, les hablarán a quienes vengan después sobre un tiempo que no conocieron, quebrada ya la luz que prometían con el correr de los días. Centenares de generaciones todavía por venir con reverdecidas promesas de luz.

©Humberto 2018.



[1] ODAC: acrónimo de oficina de denuncias.
[2] Zeta, indicativo de una unidad de radiopatrulla de la Policía Nacional.
[3] CRG: acrónimo de compañías de reserva general.
 


jueves, 8 de febrero de 2018

EL LOBO SE VISTE CON PIEL DE CORDERO


 
 
Reescritura y adaptación de texto leído en internet.
Resultado de imagen de el lobo se viste con piel de cordero


Abrió los ojos, desconocía cuánto tiempo había estado inconsciente. Parpadeó varias veces. No veía con claridad, olía a líquido antiséptico. Siguió parpadeando y  cuando todo fue nítido comprobó que tenía viales en el brazo derecho que lo conectaban a un par de goteros, había poca iluminación, distinguiéndose en la penumbra la luz azulada de un monitor que marcaba sus latidos y sus constantes. Pronto comprendió que aquella cama en la que estaba prostrado y aquella habitación en la que se hallaba eran las de un hospital. Trató de hablar, en vano: algo no iba bien en su garganta. Como si se la hubieran lijado por dentro. Minutos después, que en la desoladora e inconsciente soledad, le parecieron horas, vio entrar a una joven vestida con bata blanca. Era una enfermera. Levantó el brazo libre para llamar su atención pero apenas lo pudo mover unos centímetros. No obstante, suficientes para que ella se diera cuenta porque se acercó y le habló, sonriente.

No atinaba a escuchar bien su voz pero pudo entender, leyendo sus labios, que lo habían «operado» y que «todo había salido bien», así como el día que era: «sábado». ¿Sábado?,  se preguntó.  Hizo memoria. Su último recuerdo era de un miércoles, por lo tanto llevaba allí tres días ¡Tres días inconsciente!

Los recuerdos pugnaban por salir. Ese miércoles, recordó, conversaba con un compañero en la puerta de comisaría acerca de los recientes incidentes que trágica y cruelmente le habían costado la vida a unos policías, él hacía hincapié en la necesidad de extremar las medidas de autoprotección, que aunque supusieran un esfuerzo mental y un estrés —intolerable para cualquier mente—, había que hacerlo, que la situación no es que se estuviese poniendo negra es que ya estaba así hacía tiempo, por ETA, por GRAPO y por todos los demás que habían venido luego a sumarse. Eso le decía, y el otro asentía todo el tiempo. Acababan de relevar al del puesto de seguridad un rato, para que pudiera tomarse un café, todo parecía en calma, no había abierto el DNI y la sala de espera estaba sin denunciantes, cuando cortando la conversación, en el mismo umbral apareció ella. Se trataba de una vieja conocida de la policía, de cuyas obras y andanzas daban cuenta medio centenar de folios contenidos en legajos apilados en una estantería del Archivo, de las que pasan mucho tiempo alojadas en dependencias aunque jamás abonen su estancia al Ministerio del Interior. Alguien que los había hecho trabajar a ellos dos en más de una ocasión.

Su estado, comprobaron enseguida, era lamentable: muy desaliñada, vestida prácticamente con harapos, pelo mal cortado (probablemente por ella misma) y grasiento, peinado estrafalariamente, desprendiendo un olor nauseabundo, mezcla de orín y sudor. Esta, recuerda que pensó en ese momento, hace tiempo que no conoce ni el agua caliente ni el jabón.  El olor, que casi se hacía sólido, contrastaba con el antiséptico que olía ahora mezclándose ambos en su rememoración.
Había tenido su primera intervención con ella cinco años antes de este momento,  cuando trató de matar a su marido.  Sufría, al parecer, de celos. Celos de la peor clase, de los que trastornan. Hasta tal punto la envenenaron que llegó a la conclusión de que si no era para ella lo mejor era que no fuera para nadie, decidiendo una noche apuñalarlo mientras dormía. Por suerte para el infortunado ella hendió el cuchillo jamonero en el hombro en lugar de en el corazón, que pegó en hueso, y las siguientes estocadas que le intentó dar todas fueron a parar a los antebrazos con que éste se protegió, cubriéndose la cara. Los gritos de dolor y auxilio alertaron a los patrulleros que pasaban, casi deslizándose, en la madrugada silenciosa justo por delante de la ventana del domicilio en cuestión, que era un bajo a nivel de la calle, y penetrando raudos por la ventana la detuvieron, no sin antes tener que desarmarla luxándole la muñeca del puño con el que blandía el cuchillo ensangrentado y evitando, como pudieron, arañazos y mordiscos con que, a falta ya de hoja toledana, quiso obsequiarlos seguidamente a modo de saludo.
De no haber sido por la rápida intervención de él y de su compañero, el esposo no lo habría contado, pues por lo que dijo, tanto en ese momento como durante su estancia en los calabozos, estaba resuelta a terminar lo que había empezado con la vesánica determinación de un juramentado.
A la semana siguiente, el juzgado falló dejándola en libertad considerando «enajenación mental transitoria», con una orden de alejamiento respecto del marido, de esas supuestamente inquebrantables por el miedo que supuestamente infunden en los agresores.
No tardó ni cuatro días en atentar de nuevo contra la vida de su marido. Dejó dicho que no hacía más que pensar todo el tiempo en él, que ahora ya sí, viéndose libre, la engañaría con otras, sin saber tan siquiera quiénes eran esa otras ni si acaso existían más que en su imaginación, e intentó, pese a la orden, quemar la vivienda lanzando un trapo impregnado en gasolina a través de una de sus ventanas que prendió en las cortinas y provocó una gran humareda.
Denunciada, fue detenida nuevamente e igual de rápido que entrara en el Juzgado salió de él jurando venganza. A la mañana siguiente, envalentonada por falsa sensación de impunidad, se dirigió a bordo de su vehículo al bar donde sabía que su marido solía desayunar, dio varias vueltas a la manzana echando en cada pasada un vistazo al interior del establecimiento, sin conseguir localizarlo. En la última vuelta acertó a ver a la camarera sirviendo las mesas de la terraza, se le cruzaron los cables, aceleró el vehículo y se lanzó hacia ella. Los clientes saltaron de sus asientos para salirse de la trayectoria de lo que se les venía encima. La camarera soltó la bandeja y brincó hacia atrás, librándose de ser atropellada en el último segundo. Mesas y sillas, vacías, junto con vasos, botellines y platos volaron por los aires, despedidos al ser arrollados, y el coche, sin frenar ni detenerse, terminó empotrado violentamente contra la fachada. «Creía que la camarera era la amante de mi esposo», decía repetidamente mientras la liberaban del amasijo de hierros y cristales rotos en que había convertido su coche. Afortunadamente nadie resultó atropellado, solo daños, el susto y algún que otro ataque de ansiedad. Fue, al decir de algunos testigos, un espectáculo cuya dirección corrió a cargo de una enajenada que sería para reír sino fuera para llorar. También le tocó detenerla en esa ocasión.
A partir de esa fecha no volvería a verla pero sí tendría noticias de otras detenciones por pequeños hurtos, por peleas y cosas así. Tres años después le llegó de la Secretaría una citación judicial para que compareciera como testigo. El día del juicio, la mujer estaba en la sala de espera gritando, bastante agresiva, ser la víctima y no al revés. No la hizo caso. Durante la vista, que se alargó bastante por las preguntas interminables del abogado de la acusada, podía notar los sollozos de la mujer, sentada detrás a su  izquierda, y cómo ésta murmuraba acerca de lo que iba declarando.
La sentencia hizo flaco favor a su marido, y ya, de paso, también a la actuación policial, porque la condenaron a un año y seis meses de cárcel lo cual significaba que, al carecer de otras condenas, no ingresaría en prisión, con lo que era más que probable que volviese a las andadas, eso sí, la orden de alejamiento se la ampliaron a más distancia aún que la anterior: ésta ya sería inquebrantable de toda inquebrantabilidad.
Pasaron tres años más desde aquello (cinco desde que entrasen aquella madrugada por la ventana e impidieran que matase al marido), sin que hubiera sabido de ella. Al parecer se había marchado de la ciudad y había estado vagando todo ese tiempo —supo más tarde—, estaba tan cambiada que no la reconoció al momento de entrar sino un poco después.  Los ojos y cierta expresión de la cara era lo único que conservaba intactos. Ella, comprobó, no lo había  olvidado a él tampoco, pues fue al primero y al único de ambos al que dirigió su mirada. Una mirada triste que reflejaba padecimientos y abandono. Una turbia mirada de honda pena. Una mirada apagada que junto a lo lamentable de su estado le hizo estremecer. A pesar de ser todavía una mujer joven, de treinta y tantos años, parecía ya una momia.
Entró decidida, pero despacio. Dio unos pasos por el vestíbulo y se detuvo a escasos dos metros de ellos, y, sin quitarle la vista, hizo un gesto que indicaba que quería hablar con él, que se acercara hacia ella. Tanta tristeza le produjo verla así, en aquel estado, que recorrió el trecho que los separaba. La saludó por su nombre y le preguntó que qué se le ofrecía. Ella, entonces, comenzó a llorar conteniendo el llanto, y, entre hipidos, le dijo que estaba abandonada, desahuciada, que dormía en la calle sometida a las inclemencias del tiempo, que no tenía dinero y que mendigaba, que en muchas ocasiones recogía sobras de los contenedores de basura para comer. Hizo una  pausa, lo miró de arriba abajo, la mirada lánguida y sin brillo, como estudiándolo. Siguió contándole que se había dado cuenta de que sufría un trastorno psicológico o psiquiátrico, pero que ni podía permitirse un tratamiento ni autoridad alguna se lo concedía, aun ofreciéndose voluntariamente a ello.  Rompió a llorar como si contarle aquello fuese la última cosa que le quedara por hacer en la vida. Tomó un poco de aire, con la voz entrecortada, sin dejar de mirarlo y, casi arrodillada, le dio las gracias.
No hay por qué darlas.
—Gracias —repitió—. Aunque tenga ésta vida tan miserable recuerdo que tú,  a pesar de haberme detenido, me ayudaste a comprender mi locura.

Ahora  le hablaba en un susurro, acercándose más a él, por lo que éste entornó la cabeza para escuchar mejor. Le puso la mano sobre el hombro; que no retiró. Parecía estarle pidiendo perdón por todo, tan arrepentida de verdad por el calvario que padecía que permitió, pese a la hedentina, que lo abrazara ligeramente acoplándose a él. Trascurrieron así unos segundos, hasta que, de repente,  sintió un agudo dolor en el pecho. Al apartarla de sí pudo ver el filo ensangrentado de un puñal en la mano de ella. Se palpó una humedad caliente que sentía discurrirle por el tórax hacia el estómago, contemplando horrorizado al retirar sus manos que estaban llenas de sangre goteante. Se le nubló la vista y cayó al suelo, mientras escuchaba gritos de sus compañeros y golpes. Al poco rato se hizo la oscuridad y el silencio. Y creyó dormirse. Soñó largo rato y sin fin.  Soñando soñaba, que estaba despierto y que volvía, contra el crepúsculo, por la calle de sus recuerdos.  

Miró el reloj de la mesita, eran las 21:00 horas del sábado, hacía apenas 20 minutos que había recobrado la consciencia. Sabía ya que estaba en el área de observación de aquel hospital, fuera de peligro y que la sangre del puñal que viese y que por un momento creyera perteneciente a la mujer quien, en un brote de locura, se había tratado de suicidar, era en realidad suya y que el apuñalado no era otro que él mismo.
Llevaba más de quince años en el cuerpo y aun le quedaban muchas cosas por aprender, reflexionó. La primera, que no hay que dejarse llevar por los sentimientos y no fiarse jamás de nadie por muy ángel desvalido que nos parezca o en piel de cordero envuelta con que se vista. La segunda, observar en todo momento las medidas de autoprotección. Y la tercera, que en caso de duda es que no hay dudas. Tres normas que ya no olvidaría. Como el marido de ella: lo podía contar, lo cual sin ser mucho lo era todo. Una mueca que pretendía ser una sonrisa se le dibujó en  los labios. O eso creyó. Horas después le retirarían el tubo de respiración que tenía insertado. Y más tarde de eso, recuperada la posibilidad de hablar, sería informado por sus compañeros de que a la mujer finalmente se le había dado el lugar perfecto donde vivir: el Área de Psiquiatría de La Prisión de Mujeres. Le dirían, asimismo, que su última frase, pronunciada antes de entrar al calabozo, fue: «Dadle las gracias a vuestro compañero, él siempre me ha ayudado. Gracias a él ya tengo un lugar donde me van a curar».

FIN

 

 

 




 

miércoles, 7 de febrero de 2018

EL CATALÁN: UN VASO DE AGUA CLARA




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En 1970, coincidiendo con la discusión en las Cortes españolas del proyecto de Ley General de Educación —que habría de traer, no tardando, la EGB—, se inició una campaña en Cataluña a favor de que el catalán se enseñara en las escuelas: «Catalá a l´escola», era el lema. Corporaciones, entidades, prensa e intelectuales de toda Cataluña la secundaron y, de una u otra manera, cada cual en la medida de sus circunstancias, le mostraron su apoyo. La cosa tuvo su difusión, la campana sonaba pero, aun así, se dieron cuenta de que no tenían buen badajo y los ecos no llegarían donde debían; les faltaba el apoyo de algún intelectual de fuera, a quien además los del Régimen, que estaban muy renuentes a la concesión de sus demandas (recordemos que lo que se reclamaba era, en principio, una asignatura llamada catalán), tuvieran en alta consideración. Y es aquí donde entra en ese momento histórico para las pretensiones de reconocimiento de los catalanohablantes, alguien, una persona cuyo artículo publicado en el ABC, tendría una importancia singular. Nos estamos refiriendo al académico de la lengua y prolífico escritor don José María Pemán, hombre de ideas monárquicas y conservadoras. Se lo pidió su amigo y tocayo José María Areilza, igualmente monárquico pero más liberal,  por teléfono, a resultas de una petición que le hizo Josep Andreu Abelló, un abogado militante de ERC, vuelto del exilio en los sesenta. Y Pemán, sin titubear, aceptó escribir el artículo que se le solicitaba como erudito y como defensor que era de causas nobles. Al día siguiente, Pemán estaba en Madrid, y al cabo de unas horas entregaba a Areilza una copia del artículo que había escrito y que, magistral como solía, había titulado: «El catalán: un vaso de agua clara».
 El artículo fue reproducido en la mayor parte de la prensa española de la época, incluida La Vanguardia. Y mereció el agradecimiento sincero de todos los catalanes que ni de cerca soñaban con que en apenas tres décadas más, lo que se llegaría a tener que solicitar, pero de la Generalidad, es lo contrario: que se pudiera enseñar —también y además— en español en las escuelas de Cataluña. «El castellano en la escuela».

Hoy, cuando Pemán está siendo objeto de un enconado ataque que trata de desprestigiarlo como escritor e intelectual, solamente por sus ideas, convienen recordar este artículo.


 
 





EL CATALÁN: UN VASO DE AGUA CLARA


1970 (ABC).


Por José María Pemán.


 


Venir a Madrid, de cuando en cuando, es un modo de encontrar los problemas socio-políticos ya planteados; ya en su período emocional y confuso. Es como llegar a una comedia en el segundo acto: cuando el desenlace se vislumbra cercano, y las fuerzas dramáticas presionan para que ese desenlace sea de este modo o del contrario.


En esta ocasión me encuentro —¡otra vez!— el problema del idioma catalán revivido con ocasión de la enseñanza en las escuelas. Pienso que el primer problema del catalán como idioma es este de calificarlo como «problema». En este caso, como en otros muchos, el problema es el modo de manipular una cosa que en sí misma no lo es. El catalán, en sí, no es un problema: es una evidencia. Lo que ocurre es que las evidencias cobran fisonomía contorsionada de problema cuando son manejadas por los políticos, ¡que ésos sí son problema!

Ahora el tema echa chispas, porque en las Cortes, con ocasión de discutirse la Ley de Enseñanza se ha dicho que se tuviera cuidado con el catalán, que podía ser portador de virus políticos. Es otra vez la suspicacia renacida. Desde el día siguiente de la liberación de Cataluña se vio el camino que iban a emprender algunos, reincidiendo en pasados errores. Estuve en Barcelona en los primeros días. Aparecieron calles y esquinas empapeladas de tiras o rótulos inoficiales con este texto: «No hables catalán, habla la lengua del Imperio». Se iniciaba esa fórmula que había de emplearse en muchas cosas: contestar a los hechos con los vocabularios. A mí me invitaron poco después para ser mantenedor de los Jocs Florals, que iban a reanudar la vieja tradición provenzal. La invitación iba acompañada de unas notas en las que se me adelantaba que no admitirían poemas escritos en catalán. También confidencialmente se me rogaba que no hiciera la exaltación de Joan Boscán, el primer poeta catalán que, a finales del siglo XV, escribió versos en castellano. Contesté excusándome, porque vi claramente que se organizaba un acto «separatista»: que de una raya o frontera tanto puede uno separarse de un lado como de otro; y por una ley dinámica social el tirón hacia dentro es correlativo e inseparable del empujón hacia fuera.

Estaba claro que algunos estaban dispuestos a reincidir en la viciosa distribución arbitraria de buenos y malos. Por aquellos días en el orden cultural se armó revuelo cuando D’Ors publicó una «lista de las cosas que los griegos no tenían», en la que enumeraba, al lado de las gafas o la bufanda, la confesión vocal. Ahora se redactaba la nueva lista de cosas malas con igual convencionalismo: los partidos, el parlamento, la Prensa... el idioma catalán. Clasificadas así las cosas se les aplicaban soluciones absolutistas: enmendándole la plana a Dios; que, por ejemplo, prohíbe el adulterio, pero no prohíbe, curándose en salud, que salgan las mujeres a la calle, que las puertas tengan llavines, que los hombres se suban el cuello del abrigo, y otra porción de cosas que indudablemente facilitan la consumación del pecado. Guillotinando el enfermo se cura evidentemente su dolor de cabeza. Prohibiendo aprender a hablar el catalán, es seguro que en catalán no se dirá ninguna cosa desagradable o contraria al pensamiento del que hace la prohibición.

Para darse cuenta de que el catalán es una realidad evidente y biológica, basta observar el actual episodio. Plantean el tema restrictivamente los políticos, y le replican a coro la cultura, la antropología, el romanticismo. Se cita la Pacem in Terris, de Juan XIII, donde dice que hay que «promover el desarrollo humano de las minorías, con medidas eficaces en favor de su lengua, su cultura o sus costumbres». Se citan también parecidas consignas de la UNESCO. Está bien claro que el tema tiene raíces trascendentales muy por encima de la pura política. Es bien claro que si se anuncia un proyecto de ley económico, mercantil, financiero, acuden a opinar; convocados o espontáneamente, las cámaras profesionales, las empresas, los sindicatos. Pero cuando lo que se plantea, como ahora, es el tema de la lengua catalana, acuden con una ensordecedora espontaneidad los ateneos, los clubes de fútbol, los catedráticos, los teatros de aficionados, las parroquias, los grandes almacenes... Está bien claro: es la «vida» en su totalidad espiritual y física la que se ha sentido convocada.

Todas estas realidades vivas se sienten dolidas al ver que como se propone cachear a los viajeros de las líneas de aviación, previendo la piratería aérea, se propongan algunos cachear al catalán por si lleva por si lleva virus escondidos. No se comprende que estamos ante hechos biológicos que se escapan de las manos. El día en que Menéndez Pelayo fue mantenedor de unos Jocs Florals, pronunciando en catalán parte de su discurso; y en que el poeta premiado con la «englatina de oro» era Jacinto Verdaguer, que declamó parte de su Atlántida; desde ese día había un hecho irreversible, que la política no podía desconocer: porque no era de la familia de las leyes o los decretos, sino de la familia de la biología y la física como la montaña de Montserrat, el Llobregat o el Mediterráneo.

Todavía son muchos los que escriben preguntando si el catalán o el gallego son lenguas o dialectos. Creen que ésta es una jerarquía administrativa que se dictamina desde fuera. Se es lengua cuando se tiene alojada en sus palabras una gran literatura. Nadie puede votar a Curros Enríquez, Rosalía de Castro, Verdaguer, Maragall o Sagarra. Hay pueblos bilingües, eso es todo. Son muchos los catalanes que aunque hablen perfectamente el castellano piensan en catalán. No vale dar distinto valor al hecho de pensar en una lengua cuando hay dos, según el enfoque polémico del tema. En Puerto Rico, cada día más, se habla el inglés por personas que piensan en español. Le puede salir el tiro por la culata y herir la Hispanidad al que no valora en el pleito del catalán lo que es la lengua del pensamiento.

Hay que superar esa tendencia muy española a enfocar las cosas en un sentido positivo y resignado, en vez de creador y activo. Es el caso de los beatos y escrupulosos que cuando el Papa decretó el permiso de beber agua, sin límite de tiempo, antes de la Comunión, encaraban el hecho como una condescendencia melancólica a la que había llegado el Papa porque no tenía más remedio. Sin entender que el episodio tenía un valor positivo; y lo que el Papa hacía era ensanchar las posibilidades de los comulgantes contra las dificultades y limitaciones de la antigua regla del ayuno: que es a lo que el Papa quería poner remedio. Lo que nos asombra no es que lo hiciera así, sino que durante tantos años y siglos se mantuviera esa suspicacia de impureza, frente a una criatura tan limpia y transparente como el agua.

Del mismo modo, el catalán no es un hecho que se «conlleva» o al que se resigna uno. Es un hecho, no pasivo, sino activo, que significa enriquecimiento y aumento para España. Transparente el contenido y el cristalino continente, nada hay en este tema que sea resignación o componenda. Hablar o leer o aprender el catalán es un hecho simplicísimo. Se trata de beber un vaso de agua clara.