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domingo, 17 de diciembre de 2017

SEGUIMOS SIENDO LO QUE SOMOS.





Mario salió del ascensor e instintivamente, al ver caer la nieve al otro lado del cristal, previendo el frío que le esperaba, se caló el gorro y se subió el cuello del abrigo. Pensó en ese momento cuántos paseos matinales le quedarían por dar, habida cuenta de los resultados del último análisis. No más de medio año de esperanza de vida le había dicho, con cara circunspecta, el doctor; a lo que él respondió, escueto, imperturbable, que se reuniría, pues, con su mujer en esa «mejor vida» que, según siempre dijeron, existía después de esta otra.

La imagen que el espejo le devolvía, comprobó, no era ya la del apuesto joven, alto y recio, calándose la gorra de plato por primera vez en la Academia de Canillas que durante un fugaz instante imaginara, en una punzada nostálgica al ajustarse ahora ésta otra, sino la de un venerable anciano, con surcos en el rostro.  

 Abrió el buzón y recogió la correspondencia. Su viejo compañero y sin embargo amigo Pablo, le enviaba, como todos los años por estas fechas, un calendario de un sindicato de la policía. «Vienen muy bien porque además de que tienen para anotar salen las fases de la luna», le había dicho hacía diez años, cuando se retiraron, «y porque así te recuerdas de lo que fuimos». Sonrió al leer la dedicatoria a mano alzada que decía:  

«Aunque ya no tengamos aquella fuerza que antaño removía cielo y tierra, seguimos siendo lo que somos: corazones heroicos de parejo temple, debilitados por el tiempo y el destino, pero con la firme voluntad de pelear, de buscar, de encontrar y de nunca rendirse.» 
 


Qué equivocado estaba Pablo, se dijo para sus adentros. Pablo era del tipo de policías a los que les iba la acción, tíos animosos, bregados, cuya consigna era «al peligro o desgracia raudos acudir», de los que entraba siempre el primero encarando lo que hubiera sin importarle nada, lealtad, honor y todo eso; a  él, en cambio, lo que de verdad le gustaba era ayudar, los servicios humanitarios, el salvar vidas, el recuperar niños perdidos, ese tipo de cosas. No, negó con la cabeza, él no había sido un guerrero heroico como Pablo, sino un policía a quien le agradaba volver a casa con la satisfacción de haber servido al prójimo: el cumplimiento del deber más absoluto.  

Había también correspondencia: postales navideñas y cartas de felicitación de los pocos familiares que aún le quedaban, que guardó en el bolsillo interior del chaquetón con la intención de leérselas luego, al término del paseo, en el café de Paula, junto con el periódico, como hacía desde que se jubilara, y aun cuando todavía patrullaba. Le gustaba aquel discreto rincón del barrio, donde encontrarse con policías que le contaban que las cosas invariablemente seguían igual: precariedad de medios, enchufismo, mala gestión y abandono de los dirigentes. Aunque éste año, dijo uno de ellos, bastante joven, había razones para la esperanza, ya que una asociación había conseguido, primero, el milagro de volverlos a unir mediante el simple y genial uso de las redes sociales y organizar la mayor de las manifestaciones, en Madrid, que se recordaban (más que la del 76), y, segundo, llamar mucho la atención de los medios en sus reivindicaciones de justicia salarial y, por consiguiente, la de los políticos. Y que ahí estaba la clave: unión, compañerismo y que el gobierno de turno no tuviera otra que reconocer y mojarse. Mario los escuchaba con atención, al término les daba consejos y hasta contaba alguna anécdota de sus tiempos. Aquello alejaba sus fantasmas interiores.

 Justo en ese momento se disponía a entrar al portal la joven del tercero cargada de bolsas y con sus dos hijos, dos terremotos mellizos de apenas diez años para quienes siempre tenía alguna broma. Les abrió la puerta y los chicos salieron disparados en frenética carrera hacia el ascensor, pugnando para ver quién de los dos tocaba antes el pulsador.
—¡Hola, don Mario! —gritaron ambos en su carrera.
—¡Salida nula, salida nula! Los dos corredores quedan descalificados —acertó a decir Mario, bromeando.
Le maravillaba la educación de estos chicos, criados únicamente por su madre, una atenta mujer abandonada por un canalla: un tipo que se fue un día a por tabaco y no volvió, del que el vecindario apenas si recordaba otra cosa que su voz alcoholizada profiriendo insultos que resonaban por el patio de luces. Sabía de sus dificultades para llegar a fin de mes por algún aviso certificado de apremio por impago que, erróneamente, le había llegado, pero jamás en todos esos años ella le había negado una sonrisa, una ayuda o un gesto amable.
—Feliz Navidad, don Mario.
Mario seguía sosteniendo la puerta, cortésmente:
—Felices fiestas, Clara, ¿qué tal todo?
—Gracias. Bien, bien, ¿se ha enterado de que ha tocado un cuarto premio en el café de Paula?
—No, no tenía ni idea. Luego iba a pasarme para leer el periódico.
—Pues lo que es hoy de tranquilidad, nada. Está medio barrio allí celebrándolo, brindando, y hasta parece que van a venir los de la televisión. Cómo me alegro, qué bien le va a venir a los que hayan comprado décimos o participaciones.
Mario se quedó pensativo. Instintivamente se llevó la mano a la cartera, donde, bien dobladitas, guardaba las participaciones del sorteo. Tres. Era uno de los agraciados, estaba seguro, pero en su rostro no se reflejaba emoción alguna.
—Bueno, le dejo, que tengo mucho que preparar. Que pase una feliz noche —añadió Clara entrando en el ascensor con los niños.
—Igualmente, Clara, hija, igualmente.
Mario dejó que la puerta se cerrase. Continuaba de pie, parado, dudando qué hacer. Aquella noticia trastocaba sus planes. Por encima del dinero —que caía del cielo, sí, pero que tampoco iba  a ser una fortuna—, lo que valoraba realmente era el sosiego de su mesa junto al ventanal, en el extremo opuesto del televisor y de la barra, del que hoy no iba a poder disfrutar. Además, el premio ya no le servía, concluyó sacando las participaciones de la cartera que desdobló con cuidado. Hizo un cálculo del importe y, sin más preámbulos, las  introdujo en el buzón de Clara López, tercero izquierda.
Optó por dar el paseo únicamente y salió a la calle. Hacía frío. Los delicados copos flotaban en el delicado gris del cielo. Metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar rumboso, resuelto, y ahora sí, en el rostro de Mario se dibujaba la satisfacción, una última satisfacción por el deber cumplido. Sí, Pablo, en algo sí tenías razón: seguimos siendo lo que somos, se iba diciendo. 


 

©Humberto 2017.
 






 


 


 

martes, 12 de diciembre de 2017

En las primeras horas de la madrugada


Frank Sinatra detuvo el coche en un semáforo. Los peatones pasaban presurosos  delante de su parabrisas, pero, como siempre ocurría, hubo alguien que no lo hizo. Se trataba de una muchacha de unos veinte años que se había quedado en la acera mirándolo fijamente. Él la veía de soslayo y sabía, porque sucedía casi a diario, que estaría pensando: «Se le parece, pero ¿será él?».

Cuando el disco iba a cambiar, Sinatra se volvió hacia ella y la miró directamente a los ojos, esperando la reacción de asombro que no tardaría en manifestarse. Así fue, y él le sonrió. Ella contestó con otra sonrisa, y Sinatra salió disparado.