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miércoles, 31 de julio de 2013

EL FARO XIII







DECIMOTERCERA PARTE
-XXIX-

David Abellán se consideraba el último de los editores. A un año y pico de jubilarse, llevaba publicando libros más de treinta años, cosechando a partes iguales triunfos y fracasos. Sentía que el mundo de las editoriales tal y como lo había conocido cambiaba. No sólo eso, se moría. Creía pertenecer a una rara estirpe de editores independientes, cultos, ilustrados, que amaban la literatura por la literatura misma, de los que leen, y sobre todo a quienes publican, y que como principal misión tienen la de descubrir nuevos talentos y darlos a conocer sin, en principio, importar el asunto de que fuera rentable. Así, hace ocho años, había decido publicar a Martín tras leer un manuscrito suyo inédito que le llegó por correo, titulado: De los Amores Que Nunca fueron. Le gustó tanto que lo leyó dos veces, nadie había escrito así antes, nadie escribía así; resultó que era de un tipo que vivía allí mismo, en la ciudad, y que devolvió firmado por correo el contrato que le había remitido a la dirección que figuraba al dorso del sobre. Desafortunadamente la editorial Alfaomega que había fundado en los setenta, y que contaba entre sus firmas con algunos de los principales escritores de esa década y de la siguiente, los ochenta, empezó a dar pérdidas, ejercicio año noventa y uno, en un país en el que hay que pagar impuestos independientemente de que obtengas beneficios; donde apenas se lee, y casi todos los libros que se compran se venden por ser anunciados en televisión, lo cual es carísimo para los pequeños; los grandes parecen en cambio campar a sus anchas; y como única salvación, para no despedir a sus fieles empleados —una veintena de personas con las que había empezado y que eran como de la familia— y que estos que no se quedaran en la calle, consintió en que fuera absorbida por una multinacional, con sede en Madrid. Antes de eso creó una revista dominical que se distribuyó como suplemento en varios periódicos regionales, y se pasó al libro de bolsillo y a las guías de viajes, pero fue en vano. Quebraba igualmente por la nula fiscalidad y el alto coste de la impresión. Ahora, ocupa un puesto ejecutivo, acude de lunes a viernes por las mañanas a lo que fueran las oficinas de Alfaomega, y que actualmente son la delegación para todo el norte, y supervisa la marcha de la imprenta y del almacén, que se encuentran en la parte baja de la nave. Dirige la revista de la que es redactor jefe, la cual se distribuye ahora ampliada a más diarios, entre ellos dos de tirada nacional propiedad del grupo empresarial, y visita, y ésta es la parte que más le gusta, a los escritores de la casa, firmando nuevos contratos, jaleándolos para que terminen y entreguen a tiempo según se acerque la campaña de Navidad, la feria del libro, los premios tales o los certámenes cuales, y esas cosas; en realidad es mera figura decorativa ya, si algo sabe David del mundillo empresarial es de eso, y espera a jubilarse para dedicarse a la vida contemplativa y segura, exenta e responsabilidades, y a, quién sabe, tal vez escribir sus memorias: vida del último de los editores, o tal vez un manual: teoría general de la novela fenecida, pero, sobre todo, a tratar de que los cuatro o cinco escritores que aún permanecen junto a él, o por él, no se vayan antes de que cumpla la edad.

Cada quince días suele telefonear a Martín, desde que lo conociera personalmente, la mañana en que lo convocó para la revisión del libro antes de maquetar, hace ocho años, y descubriese que era profesor y que tenía el hermoso cometido de enseñar literatura en un colegio a los mocosos, que había hecho, simultaneándolos con su trabajo en la policía, labores de corrector y que tenía, como él mismo, amplia formación clásica, ha sido así, y se tira charlando al teléfono unos veinte minutos del proceso creativo, del estilo, eso que maldita sea nadie aprecia ya, de la exactitud de las palabras, del fiel reflejo del pensamiento, y de cómo va lo que esté haciendo, y en alguna ocasión comen juntos. Puede decirse que es una relación de amistad antes que profesional. Al principio David elegía los lugares (restaurantes caros, todos ellos), pero desde hace año y medio, suelen hacerlo en Casa Juanito, una taberna que se ha convertido, no sabría decir porqué, en la oficina de Martín. Se siente muy a gusto conversando con alguien al que considera uno de los últimos escritores puros. De los que son capaces de emprender cada día un viaje hacia lo desconocido y pintar mundos enteros para el lector, no obstante estar sentados en una habitación, confinados, sin moverse, todo con la imaginación y el talento. Son dos estirpes las suyas en extinción. Con Martín se cumplió, como con ningún otro, su viejo sueño de llegar a descubrir a un absoluto desconocido que llegara a ser un autor genial. Las cuatro novelas han sido hasta ahora lo mejor que ha publicado y no sólo eso, además se han vendido muy bien. Razonablemente muy bien. La siguiente más que la anterior. Un éxito de una independiente. El potencial de Martín para escribir literatura vendible y rentable fue uno de los principales motivos para que la multinacional los absorbiera. En términos económicos: un activo de la empresa. Ahora los de Madrid quieren que lo persuada para firmar un nuevo contrato que les daría derecho a explotar su imagen. Están convencidos de que para vender han de aprovechar el atractivo de Martín y sacarlo mucho en la televisión hasta crear un personaje famoso y han enviado a uno de sus mejores agentes para ello.

―No vas a lograrlo ―le está diciendo David a Asier Echebesti White―. Martín no entrará por el aro, los de Madrid no conocen a los autores como los conozco yo, quizá porque no los leen, quizá porque para ellos no existe la literatura, sólo números.

Asier sonríe de medio lado, seguro de lo que va a decir, girando entre sus dedos una copa de un Ribera del Duero, gran reserva, que ha ordenado abrir para él solo, y que le ha servido Marifé a quien éste, acto seguido preguntarle su nombre, ha dedicado un piropo.

―Todo son números. Esto es una industria como otra cualquiera: producción, promoción y venta ―conviene.

―Los libros se elaboran como un reloj, pero han de venderse como salchichones ―reconviene el otro.

―El mismo salchichón se puede vender con la publicidad adecuada, diez veces más. Inclusive si es una mierda de salchichón.

―De todos modos a Martín no le gusta la fama. Él es de otra pasta. Ya lo comprobarás.

Ha mirado el reloj, faltan veinte minutos para la hora. Prefirió venir un poco antes para hablar primero con el joven aunque sobradamente preparado ejecutivo de Madrid.

―A todos les gusta el dinero. Es cuestión de negociar su precio.

Asier Echesbeti moduló una sonrisita estoica. Era rubio, con mentón prominente. Ojos verdes. El pelo largo recogido en una coleta. Impecablemente vestido, llevaba siempre ropa de marca y zapatos ingleses hechos a medida. Padre vasco y madre inglesa, había estudiado Marketing Empresarial en una universidad privada de Estados Unidos y realizado un máster de Economía en la prestigiosa Cambridge. Era todo un triunfador a sus treinta y un años. Deportivo aparcado a la puerta, apartamento en la Castellana de Madrid, otro arrendado en Miami (donde la multinacional tenía una sede que dirigía el mercado hispanoamericano y las respectivas delegaciones). No había leído un solo libro de literatura en su vida, estaba en el negocio de la edición como podía haberlo estado en cualquier otro que diera dinero. El dinero, los coches y las mujeres eran sus tres únicas pasiones. 

―Lo más importante para un editor es el autor —dejando David la copa vacía sobre la mesa, tras rematarla de un gran sorbo, el tono profesoral.

―No. Lo único verdaderamente importante son las ventas. Lo del buen paño bajo el arca se vende, ya no sirve. Ahora todo se reduce a la publicidad. Y haré de Martín un escritor famoso que venda, aunque no escriba nada.

David Abellán se rio por dentro del optimismo de su contertulio. Sabrás todo lo que hay que saber del negocio, pensó, pero yo lo sé casi todo de todos, y Martín no tragará.

―Martín al principio colaboró. Se dejó asesorar e hizo cuanto le dijimos. Acudió a televisión para hablar de su libros, se trataba de un programa cultural ―aclara―, a presentaciones, a coloquios académicos y a los certámenes literarios a los que lo invitaron, pero de tres años para acá declina ir a ninguno y prefiere estar aislado, en su casa. Son sus condiciones y yo le entiendo. Es un creador, no quiere saber nada de saraos ni de tener vida social. De hecho, ¡ya ves dónde nos cita!

David hizo un gesto abriendo las manos, abarcando el local donde estaban.

―Ya. Pudiendo ir a cualquier otro ―confirmó con fastidio, Asier―, de tantos restaurantes buenos como hay, nos trae a este antro. Es una falta de respeto. Otro en su lugar, pagando la empresa, nos hubiera metido el clavazo. El clavazo del siglo.

Se produce un silencio y es entonces cuando pueden escuchar, durante un breve espacio de tiempo, la conversación que las dos camareras sostienen con un hombre mayor y con el dueño del bar, el tal Juanito. Al parecer un vecino le dio un puñetazo ayer al exmarido de una de ellas cuando la estaba maltratando y, con solo uno, bastó, qué pedazo de hostia, lo «acojonó» lo suficiente para que saliera por patas y no volviera.  El viejito está dramatizando e imitando con su cuerpo, cual mimo, el modo en que el vecino golpea, ha puesto pose de boxeador, y al punto, cambiando de posición y asumiendo otro papel, la forma en que el ex vuela por los aires, se da en la cabeza contra una banqueta y cae al suelo. Todos ríen cuando en su gráfico estilo, el viejito hace como que se levantara viendo estrellas, y el suelo bajo sus pies se moviera, y agarrándose la cabeza con ambas manos comprobara que estuviera en su sitio o que no fuera a desprendérsele de un momento a otro.

Asier, que no ha prestado atención a lo que hablaban, ha levantado la copa y hecho un brindis a la camarera, la asturiana del culo prieto y prometedor, a quien ha piropeado antes, cuando le escanciaba el vino. Ha valido la pena conocer este sitio, tengo que venir más por aquí, fue lo que le dijo. Marifé miró primero sus ojos que decían: interés, y, después, al Rolex de oro de su muñeca, que decía: más interesante todavía. Un año o año y medio de sueldo, calculó costaba un peluco de  esos. Al final contestó: estoy siempre de mañanas, o lo que es lo mismo que tenía las tardes libres. Y cuando ya se retiraba se volvió a mirar de soslayo, girando solo un poco el cuello, mientras se acomodaba el pelo y hacía cimbrear las caderas. Ahora, la otra le devuelve el gesto con una inclinación de cerviz, dejando de reír y sonriendo levemente, con cierto punto de malicia. Está claro que al salir la esperará y querrá quedar. Es probable, piensa, que el Alfa Romeo GTV de color granate que hay estacionado afuera, sea propiedad de un tipo que gasta un reloj así.

―Bueno, eso es cosa tuya, yo me lavo las manos en este asunto ―prosigue David Abellán.

Asier no le da importancia a lo que le ha dicho y asiente al viejo editor sin apartar la vista de Marifé. Sólo conoció a Martín en una ocasión, en Madrid, cuando le entregaron el premio Ignotus. Y no era momento de proponerle nada. Ahora lo es. Su libro está conquistando el mercado americano. Principalmente en países como Méjico, Venezuela y Chile. Lo cual significa que Martín va a ganar más y la empresa, porcentualmente, menos. Los derechos de imagen y una reducción en el porcentaje de los royalties de ventas, actualmente fijados en el 30 %,  que espera dejar en 25 %, o menos, son el objetivo que persigue. Así como cinco años más de permanencia y el compromiso de dos novelas, quizá tres. Es hora de exprimir a la gallina de los huevos de oro en la que se va a convertir porque él mismo se va a encargar de crear, dándole un empujón a su imagen. Si no lo hace ahora cuando aún son inocentes, no lo hará nunca, pues una vez la cosa marcha y corre el dinero todos se vuelven avariciosos y se hacen con un abogado, y entonces no hay modo ni manera de firmar un contrato así de ventajoso para la empresa y para él, ni de llevarse, por tanto, su comisión, que ronda el 45%.  Cuanto más rebaje los beneficios de los autores más cobra.

―Todos tenemos nuestro precio ―sentencia.

En ese momento, puntual, cuando faltan dos minutos para las dos y media, entra Martín, los saluda con la mano, el aire impasible, indicando: tan solo un minuto, y se va hacia el mostrador, donde tras la barra están las dos camareras, saluda a la extrajera mientras el viejito y el dueño del bar le dan palmadas y alaban lo que hizo ayer. También saluda a la otra camarera, a Marifé, quien parece disgustada con él. Asier lo ha seguido con la mirada y ha visto la reacción de la mujer. Está acostumbrado a ver ese tipo de cosas en los bares que frecuenta: está desengañada con Martín porque éste prefiere a la extranjera; ¡tanto mejor!, él será la mora verde que quite la mancha de la primera mora. David, por su parte, se ha fijado en que la extranjera se ha dirigido a él con un alarmante gesto de admiración en la mirada y una familiaridad propia de las novias de los marineros en los puertos, y, pronto deduce, que Martín era el tipo de quien hablaban antes, el «vecino» que zurró al ex. Qué extraña mezcla de hombre, dice para sus adentros. Alguien capaz de traducir a Virgilio, o de escribir sobre Dante o sobre la generación del 98, dándose de hostias en una taberna. Supongo que le queda mucho del policía que fue, y, a su pesar, la nobleza obliga.

Cuando Martín se sienta a la mesa que ocupa el tipo que no le quita el ojo de encima,  Marifé le dice al oído a Ileana:

―¿Te has fijado? Al principio eran miradas furtivas ―confidencial, la mano delante los labios para no ser escuchada por el cartero ni por Juanito, el dueño―, pero después empezó a mirarme fijamente, en plan descarado. Y se la devolví. Los dos empezamos a mirarnos fijamente. Llegó un momento en que ninguno de los dos podíamos apartar la mirada el uno del otro: es como si hubiese sido un flechazo. Luego, cuando fui a preguntarles qué querían, me soltó un piropo.

Ileana sonríe, conmiserativa, a su compañera de trabajo y de piso. Pero no comparte su optimismo, tiene pinta de ser de la clase de hombres de hola y adiós. Claro que su amiga también es blanco fácil de esa clase de hombres, canallas, presuntuosos envueltos en la golosina del  poder adquisitivo. Con el rabillo del ojo, sin embargo, ha estado observando a Martín, le ve hablando con los otros dos. Se pregunta qué tiene que ver con el joven de la coleta que quiere ligar con Marifé, y con el hombre mayor y distinguido al que recuerda haber visto en alguna ocasión en el pasado.

―¿Los señores van a comer?―pregunta Marifé.

―¿Cuál era tu nombre, bonita?―finge olvido Asier.

―Marifé.

―¡Qué cabeza la mía! Bien, Marifé, por supuesto que vamos a comer pero como quiero agasajar aquí a este hombre ―y señala a Martín con las palmas vueltas hacia arriba―, te ruego que seas tú la que nos recomiendes lo mejor de lo mejor, porque se ve que eres una gran profesional y, de seguro, estamos en buenas manos ―ahora las palmas apuntan hacia ella.

―Gracias, señor, les recomiendo el menú de degustación.

―Sea pues.

―¿El vino, el mismo?

Consulta a los otros que no objetan nada.

―Sí, otra botella ―la mirada ha vuelto, las manos seguían tendidas hacia ella.

Sus ojos verdosos cabrillean al hablar, el apunte de una sonrisa al lado de la boca, el tono seguro que pretende ser grandilocuente. De vendedor, de embaucador, advierte sin embargo Martín. «Nos está tratando embaucar a los dos, piensa, a mí hacerme la cama; a ella llevársela a la cama». Pero a Marifé le gustan esa clase de hombres prepotentes, con dinero, y correr ese tipo de riesgos. Y le gusta aún más la idea de atraer a otro hombre delante las propias narices de quien hizo caso omiso de ella cuando en el pasado le mostró interés. En otras circunstancias Martín le habría dedicado más atención a las sonrisas de la joven camarera de falda estrecha y piernas razonables, cuando se acercaba, bandeja en mano, preguntándole qué deseaba u ofreciéndole otro café al enfriársele el anterior, apenas tocado, en la mesa, sin duda sensible a su aspecto de misántropo: descoloridos pantalones tejanos y playeros, y una cazadora de cuero. A Martín  le gustaba mucho aquella cazadora; tal vez porque al llevarla se sentía vinculado de alguna manera a Madrid y a un pasado perdido, sobre todo cuando al caer la tarde paseaba por las calles del casco antiguo que se parecían tanto al Madrid de los Austrias, y se veía soñando con tiempos en que aún era policía y vivía los peores cinco minutos de la gente, y existían peligros de los que todo el mundo escapaba y hacia los que él corría y sumaba amaneceres despierto sintiendo, al finalizar, esa imponderable satisfacción del deber cumplido. Un tiempo virginal en que aún nada sabía de suspensiones de empleo y sueldo por hacer justicia en vez de aplicar la justicia. Era una cazadora hecha a medida, por un peletero de la plaza de Cascorro, diecisiete años atrás, al ascender a inspector de segunda; y con ella investigó todo el tiempo que estuvo en la Brigada de Sol, usándola en los fríos inviernos con un jersey debajo, o en primavera y otoño con una camiseta, hasta que cometió la estupidez de partirle la cara a un chulo que había rajado la cara de una de sus prostitutas, desfigurándola, y tuvo la desfachatez de pavonearse de ello y jurar que lo volvería a hacer, cuando Martín y su compañero lo localizaron, en la pensión en la que se ocultaba, y volviera a bajar las escaleras que acababa de subir antes de ser sorprendido, esta vez de culo y sin frenos. Penalmente quedó en nada ―el juez fue indulgente, habida cuenta de que el elemento no pudo presentarse al juicio porque otro rival del gremio, le había hecho dos ombligos nuevos con una 9 milímetros―, pero disciplinariamente no se libró. Cuando se reincorporó tras un mes de suspensión, lo destinaron al único sitio donde no podría volver a repetir su acción justiciera: la inspección de guardia de una comisaría de distrito. Para los restos. Esa fue su etapa de bohemio. Quedaba muy lejos Madrid, la vieja comisaría, la inspección de guardia. «Los restos de aquella vida, a excepción de la cazadora, quedaban muy lejos de aquella mesa», solía decirse, nostálgico. Sin embargo, en las actuales circunstancias, habiéndose convertido en un escritor que baja por el despeñadero de los cuarenta y pico abriles con cierto gusto por aislarse para crear, en la actual etapa de misántropo, una mujer así no le interesaba lo más mínimo, y ninguna vez la coquetería de la joven camarera fue recompensada o correspondida en forma alguna. Martín, contra todo pronóstico, mostraría interés únicamente por Ileana: una chica del este. Su origen foráneo, su acento, venir del otro lado del Telón de Acero, sí le eran interesantes.

―¿Negocios? ―pregunta indiferente, anotando el pedido.

―Por supuesto, Marifé.

―Este es buen lugar para ellos ―dando un golpecito con el lápiz en el bloc y cerrándolo de golpe, con un giro de muñeca.

Comen. Negocian. David Abellán ha empezado hablando un poco del estado actual de la narrativa y luego ha intentado pasar al estado del mercado. Pero Asier le ha cortado, y ha monopolizado la conversación todo el rato. Trata de dejar claro que es él quien lleva la voz cantante y que va al grano. El asunto que los ha traído es el de la imagen, ha estado diciendo. Hay que potenciar la imagen de Martín, que su foto salga por todas partes, hasta en la sopa, hacerlo famoso, que aparezca tanto en los hogares que su rostro llegue a ser un rostro familiar.

Martín va contestando sereno, grave en ocasiones. En su voz hay una inflexión que parece sugerir que no baja la guardia. Las camareras están ajetreadas, van y vienen de la cocina, ocupadas sirviendo platos a las mesas del comedor que a esta hora se ha llenado de comensales, y Juanito ha ocupado su puesto tras la barra, donde los obreros de una construcción próxima toman el café. Asier  tiene enfrente a Martín, y David está sentado a su izquierda; cara a cara con el impenetrable y siempre estoico Martín. Sin embargo, no sostiene la mirada todo el tiempo, de vez en cuando sus ojos se distraen y estudian a Marifé. La serenidad de Martín lo está dejando confuso. Se pensaba que era pan comido el hacerlo firmar y que con su labia lo iba a camelar convenciéndolo de ceder sus derechos de explotación de imagen. No traga. No es estúpido. Ni iluso, conoce el terreno dónde pisa.

―Joder, ni que fuera un futbolista ―le ha respondido.

―Tienes cara de buen tío. La clase de cara que tienen los amigos que siempre quisimos tener, los yernos que las suegras adoran, los hijos que vuelven por navidad. La tienes, tío, solo se trata de explotar eso, tú imagen, sin menospreciar tu rollo intelectual, lo que potenciaría ventas.

―¿Sabes qué aspecto tenían Unamuno o Baroja?

―No. ¿Eran feos? ―el tenedor trinchado con una croqueta.

―Da igual. Se los leía porque tenían algo que escribir y sabían cómo hacerlo, no por su aspecto. Es más, Unamuno, al decir de Baroja, era un pretencioso y un egocéntrico. Y hoy en día aún se los continúa leyendo. Siguen vendiendo después de muertos. Eso es lo que cuenta, el legado.

―La tele. Tienes que salir en la tele.

―Nadie ve los programas culturales.

―Me refiero a salir en esos magacines de por la mañana, en cuyas tertulias se habla de todo un poco, y que tienen tanta audiencia.

Las carcajadas de Martín se escucharon en todo el local. Luego mira a David y dice, irónico, qué te parece. Tratan de convertir en un personaje a alguien que se gana la vida, precisamente, creando personajes.

―Bueno, la verdad es que sabes hablar. Tan mal no quedarías. Alguna aparición en la tele, por ejemplo en este momento, cuando el libro está recién salido, sería una muy buena publicidad ―trató de terciar David, rellenando de vino las copas.

―He visto a otros. Y quedaron de pena —moviendo oscilante el dedo índice.

―La culpa fue de la presentadora. No supo hacerles las preguntas oportunas.

―La culpa fue del que tomó la decisión de ir. Allí no van para conocer al hombre que habita tras las líneas, sino para cotillear sobre su vida sentimental y descubrirle sus trapos sucios. Y buscando, y esa gente sabe buscar, todos tenemos trapos sucios.

―Vamos, no seas así, tampoco es eso ―reconvino Asier, tratando de retomar el monopolio de la conversación que se le iba y pasándose la mano por el pelo.

― ¿Sabes, quién fue Gilgamés?

 El otro negó con la cabeza. Y añadió: ni idea.

Un rey sumerio, aclaró. Lo traspasó con los ojos y añadió: No sabes nada de literatura. La Epopeya de Gilgamés: está considerada como la narración escrita más antigua de la historia. No sabemos quién lo escribió ni el aspecto que tenía aquel cabrón escriba, ni falta que hace, pero gracias a ello, a que le dio por escribirlo en una tablilla de arcilla, sí sabemos quién fue aquel rey y lo que hizo hace cuatro milenios en su reino, allá entre el Tigris y el Éufrates. Y eso es lo que importa. El texto. No el fulano.

―No. No sé nada de literatura, tienes razón. Pero sé de ventas. Y sé que quien no va primero, como mucho va segundo. Y que tú, si no aceptas mi consejo, serás un segundón. Malo para ti, malo para nosotros.

―Lo que importa no son las ventas, ni con quién me acuesto o me levanto, sino los lectores. Da igual que el libro lo compren un millón o un billón si no lo leen. Lo que importa es que aunque sean diez los únicos que se acerquen a una librería a comprarlo, mientras lo lean, mientras estén dispuestos a viajar por sus líneas, a entender el mensaje añadiendo su propio punto y sabor, y a pasar unas horas conectados con el autor, desentrañando lo que este pensaba y despertando el pensamiento propio, habrá valido —dio un suspiro y cambió su tono átono por otro más entusiasta—. Que se conviertan en espeleólogos que viajen por una caverna cuyo final termine en ellos mismos. Ser una jodida ordalía de plenitud vital en la mente de otros, cuando haga cien años que la hayas palmado ya. Que los  libros que firmaste nunca envejezcan como tampoco dejen de crecer, libros por los que no pasen los años. Solo habrá que leerlos, o volver a leerlos empezando, eso sí, por el primer capítulo. Allí donde comienza su eternidad.

—¿Esto es una clase magistral, profesor? —suelta Asier, ligeramente contrariado, echando el vino restante en la copa de David Abellán.

—Pide otra botella. La vas a necesitar —el rostro impenetrable.

No había nada qué hacer. No tragó con lo de los derechos de imagen, ni tampoco con reducir el porcentaje de beneficios por ventas: El siguiente punto de la reunión. Asier trató de envolverlo con su maraña de términos económicos, hablando siempre de estimación de ganancias en la península, arrojando cifras y no porcentajes reales, sin mentarle la campaña del mercado hispanoamericano. Astuto, Martín se había guardado el dato de cómo marchaban las ventas en Hispanoamérica, que conocía por un librero de Madrid, amigo suyo y coleccionista también de libros antiguos, Presidente de una asociación internacional de libreros, en contacto directo con las estadísticas y los rankings de las principales librerías del mundo, que le había puesto al corriente, contento al descubrir que al «madero» le iban bien las cosas con su última novela. Por tanto, lo único que le quedaba era conseguir la permanencia.

―Lo único que te firmaré es, si mantienes las cláusulas actuales, dos novelas.

―Cinco años.

― Sin años.

―Cuatro, y un compromiso de que tenemos prioridad en la negociación y la última palabra de igualar siempre la oferta  que te hagan en la competencia, antes de irte con otra editorial.

―Redáctalo así y te lo firmo hoy mismo, pero quiero un talón a cuenta de doscientas mil pesetas, como señal de buena voluntad.

―¿Algo más? ―sarcástico.

―Sí. El talón necesito que me lo extiendas ahora mismo ―impasible.

―¿Ahora?

―Sí.

Asier, resignado, buscó en el maletín que tenía en el suelo, apoyado junto a su asiento, y sacó el talonario que depositó, ceremonioso, sobre la mesa y que abrió. Apenas empezó a rellenarlo con una pluma Mont Blanc, levantó la cabeza y preguntó:

―¿Nominativo?

―No. Al portador.

¿Al portador? Preguntaron extrañados, al unísono, David y Asier.

―Habéis oído bien.

Encogiéndose de hombros escribió: páguese al portador la cantidad de doscientas mil pesetas. Rasgó la página, separándola del talonario, y, cogiendo el cheque con dos dedos por una punta, se lo extendió a Martín que lo recogió, hizo un doblez por la mitad y guardó en el bolsillo de la cazadora colgada atrás, en el respaldo.

―Bueno, confío en tu palabra.

―Y yo confío en que haya fondos.

Estrecharon sus manos y las apretaron. Ninguno estaba satisfecho con el resultado, y Asier menos que nadie, pero es lo que había. Le quedaba el recurso de la letra pequeña, la que nadie lee jamás, en la que nadie repara, de tratar de colar a la firma una cláusula apartada donde, de forma rebuscada, se dijera que en caso de ser traducidas las obras a otros idiomas, los beneficios para el autor en las ventas serían sólo del 5%. Eso bastaría.

 

Más tarde cuando con la mirada ha visto a Marifé subirse al deportivo de Asier y desaparecer, mirándose y riéndose muy acaramelados, y, prácticamente seguido, a David Abellán alejarse en un taxi camino de casa, Martín vuelve adentro y busca a Ileana a la que encuentra, el bolso colgando del brazo, la cara abatida por el cansancio, la otra mano en alto, despidiéndose de Juanito, su jefe, y de los cuatro clientes que aún quedan acodados en la barra. Al verlo se sorprendió y, arqueando mucho las cejas sobre los dos ojos negros, ojos que eran dos puertos, aguardando un horizonte de sueños en un silencio prolongado de su marino, abrió la boca y dijo:

―¿Pero no te habías ido?

Que un hombre como él, tuviera el gesto de volver para despedirse o para contarle lo que había estado negociando, la hacía sentir la mujer más interesante del mundo.

―Una última cosa. Se me olvidaba darte esto.

Martín introduce la mano en el bolsillo y saca algo, media sonrisa apuntillada en la boca.

Ileana observa sin comprender el trozo de papel que le ha dado, desdoblándolo. Mira a Martín y luego al cheque, lee, y nuevamente otra vez a Martín. Parpadea incrédula diciendo la cantidad en voz baja. Blasfema en rumano.

―Ya es hora de que empiecen a irte mejor las cosas.

―¡Pe-ro! ¿Por qué? ―tartamudea

Martín le da un abrazo y ella le deja hacer. Dice:

―Porque es lo más cerca que he estado nunca de una chica del Este.
Continuará... 
        ©Humberto, 2013

martes, 23 de julio de 2013

EL FARO XII




DUODÉCIMA PARTE

-XXVIII-


 

Al sentir el roce de la brisa en el cuello, Martín dejó de teclear y levantó la cabeza. La ventana se había abierto detrás de él y las dos hojas se balanceaban movidas por el empuje del viento. Trató de correr la silla para evitar la corriente en el cogote, pero ya no pudo seguir escribiendo: Había vuelto de su introspección a la realidad. Observó la taza sobre su mesa, la misma que una hora antes había estado humeando, fría y a medio terminar, el libro de Antología Poética abierto y vuelto sobre la mesa en la última página leída, el bote cilíndrico de madera con lápices y bolígrafos, y, por último, paseó satisfecho la mirada en todo lo que llevaba escrito en aquellos días y que se había sumado a lo escrito en el faro, en su letra manuscrita, de líneas compactas y menudas en el margen de los textos mecanografiados, en el taco de folios que se apilaba a un extremo de la mesa, junto a los varios rimeros que formaban los periódicos y los libros. Iba por la mitad de la novela, doscientas páginas ya. Hacía años que no escribía con tanta fluidez, sin apenas tener que corregir, con un ritmo que le recordaba a los primeros tiempos, a cuando escribió de una sentada su trilogía, y pensaba que todo era debido a su estancia vivificadora en el faro. Es más, le gustaba creer que Erika le había devuelto la facultad creadora. «Hilvanada te llevo a la vida por la levedad de un sueño largamente acariciado», había escrito no hacía ni diez minutos, poniéndolo en boca de su protagonista: el viejo y enfermo actor, cuando su adorable amante de leve cintura, empezaba a querer poner fin al idilio para seguir su vida allí donde se había interrumpido cinco meses para estar con él. Todo estaba igual que una hora antes, sin embargo ya no deseaba seguir escribiendo. Posó los ojos en el último párrafo interrumpido, dijo:
—¿Qué estaba yo escribiendo?...
Al murmurar se tamborileaba la sien con la cabeza del portaminas, mientras su mirada recorría las últimas líneas tecleadas tratando inútilmente de restablecer la ilación de sus ideas plasmadas en el folio preso en la máquina de escribir. Infructuoso. Ya estaba bien por hoy. Había dejado la otra vida, un mundo sólo de él, que parecía latir en los renglones mecanografiados ennegrecidos al margen por su escritura. A impulsos del deseo cabalgaba por éstos, releyendo su pensamiento como si fuese de otro, encontrando una deleitación melancólica y dolorosa al unirse de nuevo con sus recuerdos, fragmentados y puestos en desorden sobre sus personajes. No escribo más, volvió a murmurar. De la calle llegaban, confundidos con voces de vecindario, los tañidos de las campanas de la Caja de Ahorros anunciando la hora, que mitigaban los toques del piano y los gemidos de los violines provenientes del aparato de alta fidelidad, encendido en una esquina, que llevaba sonando bajito prácticamente todo el día.
Se levantó y apoyado en el alfeizar, la cabeza afuera, miró por la ventana. Hacía calor a pesar de la brisa. En la acera opuesta los del bar han salido al fresco de la tarde a jugar la partida sentándose en una de las tres mesas de la terraza. Le gustaba contemplar la calle y escrutar los distintos matices que ofrecían las fachadas de los edificios según la hora del día. Inusitadamente el sol salió de una nube y reverberó sobre los cristales y sobre los tejados, realzando su rojo, destacando sus texturas, mientas que el monte Naranco salió de su tono azul oscuro cuando un rayo le tocó la cumbre que cambió por un verdoso. Le había comprado aquel apartamento al venirse de Madrid, a otro profesor jubilado. Setenta metros cuadrados, cocina y salón, dos habitaciones. Una de las cuales, en la que estaba ahora, destinó a despacho. Hubo una tercera que decidió eliminar y que unió al salón. Llevaba ocho años en él, conviviendo con su colección de libros, casi todos viejos, la mayor parte pertenecían a la biblioteca  que heredó de su abuelo y la otra a los que fue adquiriendo aquí y allá, a lo largo de su vida; sus elepés de música, sus películas en VHS y sus recuerdos. Tenía, según decían las amistades, un acogedor aire intelectual.
El resplandor iluminaba nubes grises corriendo hacia el sudeste por el cielo que oscurecía, y supo que la temperatura iba a bajar y que tal vez llovería aquella noche. Aún quedaban tres horas de luz. Entró en el baño se acicaló un poco y cinco minutos después salió a la calle. Estaba en el portal con las manos en los bolsillos en tanto decidía si tirar a la izquierda o a la derecha; entre ir a ver a Ileana en casa Juanito, lo que suponía una especie de reencuentro, o, como había hecho todos los otros días desde que volviera (una semana), demorar la visita prometida y darse un paseo hasta la plaza del mercado, husmear en las librerías de antiguo y en los tenderetes, comprar algún libro rescatándolo del olvido, y, tras esto,  tomarse un par de gintonics, o tal vez uno, caso de que estuviera muy cargado, leyendo en una terraza de la plaza del ayuntamiento, con la última claridad de la tarde. Hace tres días que se ha topado con Ana en un café de los de la Avenida de Galicia, ella tiene una feliz relación con otro hombre ―un agente inmobiliario divorciado de treinta y cinco años, alto y guapote, que en todo momento miró a Martín sonriendo altanero―, lo que hace que Martín lamente un poco no haber mantenido el contacto con ella desde la última vez que se acostaron de tan volcado que estaba en la novela, no haberle devuelto alguna que otra llamada de teléfono y haber dejado enfriarse tanto la relación, hasta el punto de que haya terminado por congelarse del todo. «La alumna de la risa luminosa», ha dicho sonriendo mientras ella le ponía al día de sus proyectos académicos. Pero, ha sido sólo una momentánea punzada de nostalgia agridulce, una vez se despide y se ha alejado, a los treinta metros, deja de sentir, ya que en el fondo sabe que hizo lo correcto: agua que no has de beber, déjala correr. Su risa no era lo suficiente como para que se sufriese por ella de anhelo, en la forma en que, como en determinados momentos, le ocurre con Erika Vargas, de la que no había vuelto a tener noticias, o con su sobrina María, a quien, aunque desea mucho volver a ver, y tecleó por varias veces su número de teléfono, que consiguió recurriendo a sus viejos amigos en la policía, desistió colgando en el último momento. Temía cometer el error de iniciar lo que pondría fin a su soledad de escritor sin ataduras que dispone del tiempo completo para sentarse en la platea que forma su despacho, a contemplar el espectáculo de la vida y escribir sobre él sin reclamos, sin horarios, sin la esclavitud de la convivencia. Aunque vuelve a surgir, alternándose con el sentimiento hacia la tía, el sentimiento hacia la sobrina, la correctora de pelo flamígero que no le puso trabas en el faro y que le dejaba hacer sin estorbar, amándolo cuando él la buscaba, no lo hará, no cometerá la torpeza de tentar al destino, si el destino se sirve y dispone juntarlos que lo haga, él no lo hará.
Empezaba a haber algo de tráfico en la calle, hasta donde alcanzaba la vista se simultaneaban los árboles y las farolas. Lo pensó diez segundos más y, justo cuando el semáforo situado a su derecha se puso en rojo para los peatones, decidió echar a la izquierda e ir a Casa Juanito. Recorrió los escasos cinco metros que le separaban y al empujar la puerta de vidrio un golpe de humo y de conversaciones le golpearon en la cara.
 
Ileana está tras la barra del bar, con la mirada perdida en el horizonte de aquel atardecer, mecánicamente sirviendo vasos de vino o poniendo cañas, pasándole el trapo a las copas o introduciendo, cuando se acumula, el menaje sucio en el lavavajillas. A los seis días de su charla con Martín abandonó a su marido y se separó de él, y no lo ha vuelto a  ver. La idea le rondaba la cabeza hacía tiempo y las palabras de Martín contribuyeron, pero aquella noche, al llegar  a casa, cansada después de muchas horas de trabajo, terminó de decidirse cuando se encontró el siguiente panorama: los niños abandonados, sucios, llorando porque tenían hambre y a él tumbado como solía en el sofá mirando la tele y, como siempre, ebrio, diez latas vacías de cerveza sobre la mesita. Estaría mejor sola que mal acompañada con un hombre que, encima, no necesitaba ya para nada. Vago, al que no duraban los trabajos, ni los buscaba y al que mantenía, violento y machista. Al preguntarle que por qué razón no les había bañado ni dado de cenar, se rio y encogió de hombros, indiferente, como si eso no fuera misión de hombres o como si ver la tele fuera más importante que cuidarlos, y por toda respuesta le anunció que no había dinero, que el poco que ella llevaba a casa, el que descontado el alquiler era para comer, se lo había gastado en aperos de pesca. No queda, nada, resumió desafiante, tendrás que hacer horas extras. Tengo pensado ir a pescar con un amigo, mañana. Ileana estalló en cólera, y le gritó de rabia contenida y lo insultó en rumano. Utilizaba su lengua materna para insultar, así los vecinos no sabían de lo que hablaban.  Le puso a bajar de un burro, como decían aquí, y se sorprendió del valor de hacerlo sin medir las consecuencias. El hombre, a pesar de su borrachera, se ofendió hondamente en su quintaesencia masculina por ese inesperado escupir procacidades y decidió castigarla. Ileana no vio más que el primero de los golpes. Luego cerró los ojos.
A la mañana siguiente, en tanto él trasegaba cerveza con otros compatriotas en un banco del parque como era su costumbre, cogió unos pocos enseres y se fue, con los dos críos, a casa de Marifé, su compañera. Ésta al verla magullada y llena de cardenales, trató de convencerla para que lo denunciase, pero Ileana no era así. Ese proceder no iba con ella. Había internalizado, interiorizado la culpa que persigue a las mujeres que se separan, su parte de culpa, la de no aguantar lo suficiente o la de provocar al animal que los hombres llevan dentro. Tampoco quería escándalos ni verlo ir esposado camino del calabozo, ponerse a mal con la familia de su marido. Estaba bien así, se iba y adiós muy buenas. Ya quedarían más adelante, cuando el temor y los moratones hubieran desaparecido, para acordar las visitas a sus hijos si él quería ejercer de padre, ya que lo que es como marido había acabado. Estaba bien fastidiada, pensaba ahora pasándose una mano sobre el hombro dolorido donde el muy animal, estando tirada en el suelo, le había dado un puntapié que la hizo girar sobre sí misma. No tenía ni un duro. Prácticamente ese mes, hasta que cobrara, dependía para comer de su amiga y tendría que abusar de su hospitalidad al menos otro mes más hasta que reuniera lo suficiente para cogerse algo en alquiler.
―Ponme un cortado, Ile.
―¿Con este calor, don Manuel?
―Ya ves, hija. ¿Y ese ojo? ¿Ese moratón por qué fue?
―Me golpee sin querer.
Sonríe a don Manuel, el viejito que fuera empleado de correos, tan mecánicamente como le pone la taza o le oculta la verdad disimulando por vergüenza. En esos momentos se sentía vacía por completo, en un desierto de sentimientos y emociones. Nada, absolutamente nada sentía, ni ira ni angustia, ni rabia ni odio, era una ausencia total de emociones y sentimientos. Solo tristeza. El dolor había sido tanto en su vida que ya a esas alturas se había vuelto resistente, inmune a todo, era como si estuviera muerta en vida. Solo sus dos pequeños la tenían asida al mundo de los vivos y sólo ellos le daban un poco de color entre tanta oscuridad que la rodeaba, solo ellos eran la luz al final de la senda por la que le tocaba caminar. Por las noches, cuando se dormían por fin acurrucados junto a ella en la pequeña cama del tabuco, viéndose sola, sin testigos, se permitía llorar para sacar las lágrimas contenidas de tanto llorar por dentro. Así se pasaba un rato, lagrimando desapercibidamente, hasta que se acordaba de Martín y se le pasaba la llantina. En todo este tiempo había pensado en el solitario hombre de la esquina, apenas lo conocía pero congeniaba con él de una forma inusitada, se preguntaba una y otra vez por qué él se había fijado en ella, tenía ganas de que regresara por fin y de verlo para desahogar con alguien. Le gustaría que le hablase con su tono profesoral, en torno a unas tazas de café,  y le dijese qué hacer. A veces se imaginaba que los llevaba a los tres a la playa y que les leía a todos cosas que escribía. A los niños les había caído bien, les hacía mucha ilusión que su madre conociera a alguien cuya foto salía en un libro. A un famoso. Y constantemente se lo señalaban, tocando con los deditos su retrato de la portada del libro que él mismo le había regalado, diciendo: mira, mamá, tú amigo el famoso. Era soltero, guapo, culto y muy amable. Por qué perdía su tiempo, que seguramente era muy valioso, charlando con ella. Únicamente con ella, ni siquiera con el dueño, el tal Juanito. Por qué con una extranjera y no con una compatriota, como Marifé, que era más guapa, y hablaba mejor que ella el español, o con otras clientes que paraban por el bar y que, de seguro, estarían encantadas de hacerlo con alguien tan popular y tan especial. No se hacía ilusiones con respecto a un hombre así, por supuesto, si algo sabía de esta puñetera vida era reconocer cuándo los hombres se sentían atraídos por ella, se los veía venir a la legua, y Martín, estaba claro, no lo estaba en ese sentido. Era amistad pura y dura, de una clase de amistad de las que ocurren entre dos personas de distinto sexo una vez entre un millón de posibilidades. O entre un billón. De hecho, ni sabía que se podían tener amigos así. Cada mañana se despertaba pronto y miraba aquel cielo gris o hecho de gris, cuya luz no hería, tan diferente al de su país. Su primer pensamiento era para el capullo de su exmarido, y un estremecimiento le recorría el cuerpo. ¿Dónde andaría? ¿La estaría buscando? Todo allí era tan diferente que se siente extraña aquí. En Rumanía se habría presentado en el trabajo y la hubiera devuelto a la fuerza a casa. Y todos hubieran pensado que era lo correcto. Hasta ella misma. Sin embargo aquí es diferente. Tienen leyes que protegen a las esposas de hombres maltratadores. Apoyan la decisión de separarse cuando el amor o la convivencia  se acaban, y  la policía, si la llamas, actúa, te defienden. Por eso se siente segura y a salvo en el trabajo. Su ex no se atreverá, aquí es un cobarde. Y también en casa de Marifé, porque él no tiene ni idea de la dirección.
Le ha sonreído a don Manuel pero artificialmente, necesitaría sonreír de verdad. Está buscando un sentido a su vida, una ilusión, un hálito de aliento, un sueño o quizás una esperanza que le dé la fuerza necesaria para seguir creyendo, para seguir viviendo, para seguir encarando la vida, ¡Ah, cuánta falta le hacía sonreír! Lo necesitaba urgentemente, necesitaba encontrar ese algo que la impulsara porque aún, a pesar de todo, era consciente de que no podía dejarse vencer ni abandonarse como le pedía el cuerpo. Por sus dos hijos. ¡No! Aún no era su momento y no podía desistir, así sintiera que las fuerzas día a día disminuían. De vez en cuando miraba a los ventanales opacos, esperanzada. Le gustaría que alguna de las siluetas que se acercaban a la puerta se convirtiera al entrar en Martín. Tenía ganas de verlo de nuevo. Era, aparte de sus hijos, su única motivación entre tanto desamparo y tanta soledad. Había transcurrido un largo espacio de tiempo sin que los vidrios reflejasen el paso de una persona. Pero ahora alguien vino a asomarse, pegando la nariz al vidrio como tratando de ver dentro. Los pelos como escarpias se le ponen cuando al franquear  la puerta, la persona que ve que entra y que con cara de pocos amigos se presenta en el bar no es otra que su exmarido. Como siempre, quiere que vuelva a casa, ordena señalando amenazante con un dedo. Ella niega como nunca, moviendo la cabeza, haciéndole ver que tiene más que decidido que todo se acabó y que es la última vez que la pega. Poco a poco, a medida que el tono de voz de él se eleva, se va haciendo el silencio entre los presentes que no hacen ni dicen nada. Solo miran de reojo, cuchichean entre ellos y hacen como que continúan a lo suyo. En este país suele ser así: nadie se mete en cuestiones de matrimonios. Después, él, envalentonado al comprobar que allí nadie se meterá,  sube el tono. Le grita. La insulta. Ella también grita e insulta, trata de no arredrarse aunque lo está. Discuten en rumano. El hombre alza un dedo y golpea violentamente el hombro de la mujer, que retrocede un paso y grita: cobarde. Este se inclina sobre el mostrador y, alargando el brazo, la vuelve a golpear con el dedo índice. Ileana se queda inmóvil, aterrorizada. Momento en  que se estira un poco más y la agarra por los cabellos. Es entonces cuando ocurre algo inesperado, así, cuando ya la tensión había subido violentamente, la tenía asida por los pelos y la atraía hacia sí para pegarle un bofetón, levantando la mano libre por encima del hombro izquierdo, oscilante, como tratando de  coger potencia y de no errar el golpe, que un individuo salió de la nada, probablemente estuviera allí o se moviera muy rápido ―lo cierto es que ni Ileana ni su exmarido habían reparado en él―, agarra, firme, por la muñeca el brazo con la que pretendía atizarla y se lo queda mirando fijamente.
―¡Suéltale el pelo! ―ordenó, tajante. La ceja derecha se le subió arriba, hasta casi ocultarse bajo el flequillo.
Al quedarse bloqueado, soltó la cabellera de Ileana y sonrió fanfarrón, respiró dos veces y, cerrando el puño, trató de atizarle lanzando un fuerte puñetazo que éste esquivó con brusco giro de cadera, y que únicamente  golpeó en el aire. Acto seguido, sin apenas dar tiempo para verlo,  el otro contraatacó por el flanco dejado al descubierto: un directo a la mandíbula, que resonó seco como un trueno. El impacto fue tan fuerte que la cabeza giró bruscamente al lado contrario, se le abrió la boca en fea mueca y gotitas de saliva salieron disparadas al aire, en tanto que reculó varios metros dando pasos torpes hacia atrás y dibujando aspavientos en el aire con las manos tratando de no perder el equilibrio, pero finalmente cayó: de espaldas en el suelo, plaf, batacazo descomunal a todo lo largo del costillar, dándose, de paso, en mitad del trayecto, con una taburete en la sien. A continuación, trató de incorporarse y volver al improvisado ring, y seguir el combate, pero todo le daba vueltas. Mira a su contendiente, examinándolo de nuevo: Alto. Con los puños y antebrazos crispados y vigorosos, asomando bajo las mangas dobladas de la camisa blanca. Los hombros compactos, la mirada serena. Concluye y comprende que no. Que no va a poder con él, no después de una hostia como la que acaba de encajar. Pues la cuestión no es únicamente que esté fuerte y en forma, y que sepa pelear: esquivar es suerte; mientras que fintar es técnica aprendida, también hay que tener en cuenta su alarmante serenidad. Esa clase de serenidad en las broncas le recuerda a ciertos tipos de su país con los que valía más no meterse y con lo que lo más inteligente era, llegado el caso, irse, si te dejaban, porque al final resultaba que eran del gobierno: Mal asunto. Muchos problemas y complicaciones. Así que en cuanto puede levantarse, cuando las estrellas dejan de aparecérsele, sale serpenteante, rascándose la espalda y comprobando que la quijada y los dientes están en su sitio,  y ya en la puerta del bar, se vuelve y dirige un último vistazo a Ileana, y otro a al hombre desconocido. Odio y rencor, decían sus ojos.
Ileana, al darse cuenta de que quien la había defendido y atizado a su ex era Martín, se ha llevado una mano a la boca para ahogar un grito. Después se ha quedado de pie, tras el mostrador, sin saber qué decir. Silencio que espera que éste considere una manifestación de agradecimiento pero que no es otra cosa que le no se le ocurre nada que decir. Al llevarse una mano a la mejilla, Ileana comprueba que está llorando.
Una hora más tarde Ileana y Martín están conversando en una terraza próxima. Han terminado y pedido dos cañas más justo cuando la llovizna ha cesado. El pavimento grisáceo, mate de humedad, refleja la luz de las farolas. Ella le ha contado todo lo que le ha ocurrido en este tiempo: el día que se marchó de casa porque él la había zurrado, golpeándola sin tregua y con saña durante cinco largos minutos, sin que le importara hacerlo delante de los niños; su convivencia en estos días con Marifé y los niños en un piso tan pequeño, de cuarenta y pocos metros, lo que origina episodios «de malos rollos» que van llevando como pueden; sus apuros económicos y de las muchas ganas que tiene de irse en cuanto pueda a un piso sola; del temor a la soledad, a lo que le deparará el futuro si, como supone, le va a resultar muy complicado rehacer su vida al no contar con tiempo suficiente para ni tan siquiera encontrar un hombre que merezca la pena.
Las pupilas desguarnecidas le brincaban inquietas de un lado a otro en contraste con las de Martín, que permanecían quietas, fija la suya en la mirada de ella, estudiando con interés cada cosa que su interlocutora le contaba. Y cuando ha terminado es Martín el que, como correspondiendo a las intimidades reveladas, se ha puesto a hablar de lo que le ha ocurrido a él en estas tres semanas, lo hace sin las reservas de otro tiempo, confesándose sin ambages. Eso sorprende a Ileana, que se siente muy orgullosa de que le confíe sus secretos. Le cuenta la obsesión «largamente acariciada» que se le despertó por la mujer de un amigo suyo, llamada Erika, mejicana, y que, como un canalla,  una noche trató de sofocar con su exalumna Ana; de su partida al faro para descansar del esfuerzo de su novela, de la impresión que le produjo descubrir en él su retrato ―aquí se prodiga en elogios y epítetos hacia su belleza―, la misteriosa aparición de María, la sobrina de Erika, doctoranda de Salamanca, una mañana al despertarse dentro de su cama y su posterior idilio ―Ileana arqueó las cejas, sorprendida, y exclamó: qué atrevida―; la no menos misteriosa aparición estelar de la propia Erika prácticamente al marcharse ésta, que lo sedujo esa misma noche y que como en las mejores películas acabó por hacer realidad su obsesivo sueño y superar lo imaginado en sesenta y dos horas de idilio. Y para remate de comedia francesa, la aparición en escena del marido, su amigo Héctor Vargas. Le refiere su bronca de madrugada tras volver de cenar  los tres, por una larga infidelidad, qué cosas, treinta años, de él con una amante, y el mal ambiente que provocaría su decisión de marcharse por  la mañana. Y, no sin vencer cierto rubor, le describió a Ileana, el episodio de Erika introduciéndose en su cama de madrugada, para amarse por última vez, estando su marido abajo, durmiendo.
―Después Erika se levantó y, saliendo por la puerta, en voz baja, me dijo que aquella había sido su forma de despedirse.
La voz de Martín se fue haciendo más cálida hasta alcanzar un tono de recital. Ileana escuchaba con concentrada atención, conmovida, pues estaba ante un hombre que se exteriorizaba y le abría el contenido de su alma. «Y me sonrió. O me lo figuré. Hilvanada la llevo a mi vida por la levedad de un sueño largamente acariciado», terminó diciendo. Eso fue lo que dijo y a Ileana le pareció, sin entender qué significaba hilvanar, que era lo más bonito que nadie dijera jamás de una mujer, y que ojalá alguien le dijera alguna vez aquello de: «sueño largamente acariciado».
―Estoy sorprendida ―dijo tímidamente.
―¿Por la de cosas que me pasaron?
―Más que eso, porque nunca imaginé que ningún hombre me contara lo tú me has contado. Entre mujeres son normales ese tipo de confidencias, pero no entre una mujer y un hombre.
―Sorprendida gratamente, espero ―con una chispita de perplejidad en la cara.
―Sí, por supuesto. Gratamente. Y con admiración.
Martín sonríe. Ella le devuelve la sonrisa. Así de frente, los ojos tranquilos, oscuros y dulces, irradiaban tanta lealtad, que la hacían pensar en ciertos galanes de telenovela cuando miran a la protagonista como si esta fuera una hermana, sin importar el que sea un bellezón, y una sabe que mirando así no lo va a intentar jamás.
―Es curioso, nunca antes me había pasado esto de abrir mi alma, se me ha debido pegar algo de la sinceridad liberal de Erika.
Hace una pausa y bebe un sorbo de cerveza.
―O quizá, pensándolo mejor ―continúa―, sea debido a que nunca antes tuve una amiga como tú, para hacerlo. Una amiga especial.
Eso de «amiga especial» ha disparado todas las alarmas, ¿está tratando de seducirla? No obstante, sigue confiando en él. Escruta sus ojos por si acaso, siguen diciendo lealtad, y no advierte en su rostro más de lo que advertiría en el de una estatua. Mira, entonces, la hora en el reloj de él, girándole la muñeca. Le gustaría estar más tiempo charlando, le dice, pero como no quiere abusar de la paciencia de su amiga Marifé, que se habrá hecho cargo de los críos en su ausencia ―tendrá que mentirle un poco y contarle que estuvieron hablando de consejos legales para que no le dé por pensar que encima de mantenida se anda divirtiendo por ahí con el primer hombre que se la cruza―, y disculpándose se despide, ha sido un placer pero me tengo que ir, y se levanta. Martín insiste en acompañarla hasta su casa para asegurarse de que al doblar cualquier esquina en cualquier calle no se encuentre a su exmarido, y la tenga. La noche es perfecta, estrellada, la brisa ha barrido las nubes y la luna está en su sitio. Aparea su paso al del hombre, y trata de mirar en la dirección en la que él lo hace, al horizonte: asegurando la zona, cerciorándose de que todo va bien. Así, de pie y de perfil, aún le parece todavía más alto y más guapo. Miró sus manos hinchadas por el trabajo y el vestido que llevaba: uno viejo, pasado de moda. Lamenta no llevar tacones y algo de maquillaje, y no estar vestida adecuadamente, lo que no ha hecho en el tiempo que lleva separada. Al pasar frente a un escaparate vio su reflejo y se sintió poco atractiva, llevaba demasiado tiempo ocupada en sus problemas para pensar en sí misma que era como si la cuestión de su aspecto hubiera dejado de importarle, hasta ahora, pero afortunada de tener un amigo especial como Martín a quien eso traía sin cuidado. Le empezaban a gustar esas dos palabras: amigo y especial. Y segura. No sabría decir por qué pero se siente segura junto a aquel enigmático solitario escritor que fue capaz de jugársela y de pelearse por defenderla, y que gasta su tiempo con alguien como ella, una extranjera ignorante que por desconocer, desconoce la mitad de las palabras que ha pronunciado en la conversación. Es como una mezcla del hermano mayor que nunca tuvo y de un padrino, que tampoco.
Por qué a mí, Martín, ¿por qué a mí me cuentas lo que a nadie? Es la pregunta que se le quedó en la boca y que no se atrevió a formular cuando con dos besos, muy formal y protocolario, se despidió de ella en el portal, y que se fue preguntando todo el trayecto arriba al subir las escaleras ―era un quinto sin ascensor―.



Continuará... 
        ©Humberto, 2013

jueves, 4 de julio de 2013

Prefab Sprout Billy

Prefab Sprout – Devil Came a-Calling





Prefab Sprout – Devil Came a-Calling



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La mascarada del siglo: El guardián de canciones celestiales


La difusión, o filtración, en la red de un extraordinario disco inédito, viejo o próximo, de Paddy McAloon, alma de Prefab Sprout, lanza luz de nuevo sobre este singular personaje, completamente a contracorriente.

Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.


El mundo en el que vivimos cada vez resulta más inabarcable para el consumidor de música popular. En él, lo que hoy es noticia mañana es historia. Y en él nadie es capaz de entrever una mínima puerta al inmenso campo por el que miles y miles de discos desparraman sus supuestos encantos. Ante un panorama tan ilimitado como este, resulta mucho más normal pecar de incontinencia que de prudencia. La socorrida autoedición y las facilidades de producción no han hecho más que acelerar ese proceso, aunque bien es cierto también que quienes no necesitan recurrir a ese “yo me lo guiso yo me lo como” tampoco están libres de saltarse un listón cualitativo que rara vez suelen aplicarse a sí mismos.
Aquello de dar con un álbum redondo, canónico y compensado al milímetro, en el que nada sobre y todo suene en su sitio exacto, cada vez se estila menos. Y hay auténticos expertos en el arte de dar una de cal y otra de arena: así, a bote pronto, Prince, Ryan Adams o Pete Doherty serían buenos ejemplos, cada uno desde sus respectivos pedestales. Individuos prolíficos que se acercan a la genialidad muy ocasionalmente (o que la frecuentaban habitualmente y ya rara vez la visitan), que parecen incapacitados para disponer de una visión exterior que les aconseje una criba de material propio.
Quizá por eso resulta aún más chocante la actividad de otros músicos que, también dotados de un talento mayúsculo, racionan muy espaciadamente sus entregas más o menos de lustro en lustro o incluso acercándose a una cadencia que opera de década en década. La mayor parte de ellos lo hacen porque eso es precisamente lo que demanda su producción, su inspiración o su capricho, naturalmente pausadas. Algunos de ellos no paran de trabajar, pero solo recuperan su marca cuando sienten la necesidad de volver a despachar obras casi maestras (Portishead, My Bloody Valentine). Pero también hay quien lo hace porque, pese a disponer de un ingente material pendiente de edición, no ve la necesidad de compartirlo con el mundo.
Uno de esos genios en la sombra, discográficamente celosos de su obra, es Paddy McAloon [en la foto], alma mater de Prefab Sprout. Un personaje al que solo por la absoluta perfección pop de “Steve McQueen” (1985) o por el glorioso y grandilocuente barroquismo de “Jordan: The comeback” (1990) habría que tener en los altares de la música popular más distinguida, sensible e imaginativa que se ha facturado en el Reino Unido en las últimas tres décadas. Su voz tiene esa clase de registro del que uno siempre piensa que le bastaría enunciar el listín telefónico o la lista de la compra para hacerle rebosar el lagrimal al más pintado. El susurro hecho arte. Su capacidad para los arreglos exquisitos siempre ha sido desbordante. Su pericia para dar con melodías imperecederas está tan fuera de discusión que nunca ha quedado más remedio que calificar su propuesta de atemporal, pese a ese brillo algo sintético que hace de aquellas lejanas producciones de Thomas Dolby algo muy propio de los ochenta, incluso con recientes masterizaciones de por medio (no tan coyuntural resultó el trabajo de Tony Visconti años más tarde). Como todos los grandes, y quién sabe si hoy en día bastarían los dedos de ambas manos para enumerarlos, él también es alguien capaz de crear un universo sonoro con idiosincrasia propia a su alrededor. Abrevando en la era de los grandes musicales de Hollywood, el Brill Building, la bossa nova, el rock and roll primigenio (y los mitos populares norteamericanos a él asociados) o los albores del indie británico. Y siempre con el valor añadido de la (per)durabilidad, por cuanto su obra apenas sufre desgaste, independientemente del momento y de las veces que uno se sumerja en ella. Un sonido, un lugar imaginario en el que muchos se quedarían a vivir encantados, si es que algo así fuera alguna vez posible.
Pero resulta que el de Durham no solo no da el perfil de estrella que hoy en día se tercia para medrar en los medios, ni en los convencionales ni en los virales. Es más, diríase que más bien habita en las antípodas. A sus 56 años ha logrado que su poblada barba haya alcanzado últimamente proporciones bíblicas (por aquello de Moisés), otorgándole un aspecto de venerable Santa Claus. Frecuenta una vida sedentaria y completamente alejada de los focos, concediendo escasísimas entrevistas, totalmente alejado del mundo del show business. Por si fuera poco, en un momento en el que parece que quien no se embarca en una gira prácticamente no existe, resulta que los escenarios le están casi vedados: una enfermedad degenerativa en los ojos afectó a su retina y mermó considerablemente su visión hace algo más de una década, y la cosa terminó por complicarse aún más cuando en 2006 se le diagnosticó la enfermedad de Ménière, que disminuyó parcial pero seriamente su capacidad auditiva. Todo eso prácticamente le imposibilita para el trabajo coordinado que siempre conlleva una gira con banda. Por eso, ausente de los escenarios desde 2001, lo más parecido a un concierto suyo que hoy en día puede se puede disfrutar es la extraordinaria recreación en acústico del álbum “Steve McQueen”, grabada en 2007 y registrada como disco apéndice en la reedición que aquel año sacó al mercado Sony/BMG a través de su subsidiaria Legacy. Tampoco le ayudó nunca a incrementar su penetración popular el hecho de que su tema más conocido sea tan escasamente representativo, por liviano e intrascendente, aquel ‘The king of rock’n’roll’ (con su naïf videoclip) que es como su ‘Shiny happy people’ particular, esa canción que R.E.M. siempre se niegan a recuperar en directo por considerarla poco más que un divertimento circunstancial.
El caso es que, sabiendo como sabemos que nuestro hombre alberga en sus registros caseros al menos tres o cuatro álbumes conceptuales cuyo contenido aún no ha trascendido; sabiendo como sabemos que su último álbum de estudio (“Let’s change the world with music”, publicado en 2009) realmente es una colección de canciones que data de 1992, entonces rechazada por su discográfica y extrañamente condenada a permanecer en silencio durante diecisiete años (jugada similar a la sufrida en los ochenta por el álbum “Protest songs”); sabiendo como sabemos que circulan desde hace unos años recopilaciones de muy limitado acceso pero gran demanda con todas las caras B de sus singles, en las que Prefab Sprout no han tenido oficialmente nada que ver; sabiendo como sabemos todo eso y más, hace apenas tres semanas se filtra por la red un nuevo álbum inédito al completo, del que no queda aún claro si se trata de una grabación registrada en 2004-2005 o es un disco más reciente de inminente edición, cuyo contenido ha sido desvelado por algún alma sin escrúpulos que ha tenido acceso a sus sesiones. Sea como fuere, “The devil came a-calling”, que así se llama el artefacto, tiene todas las trazas de trabajo perfilado para ser un producto final, de esmerada factura y secuenciación lógica.
Como ocurre con el 99,9% de los mortales, es muy difícil que McAloon recupere en todos sus términos la cegadora brillantez de la época en la que rozó el cielo, la de aquellos discos que facturó entre 1985 y 1992. Pero tan cierto como eso es la evidencia de que hubiera sido un auténtico crimen que las diez canciones que integran este misterioso trabajo hubiesen permanecido en el anonimato. Entre ellas hay al menos media docena de composiciones deliciosas, obras de orfebrería pop recién salidas de esa dimensión paralela en la que su fértil talento parece habitar. Desde el esbozo de hit que es ‘The best jewel thief in the world’ hasta la estándar ‘The songs of Danny Galway’, pasando por maravillas de pop adulto (pero en absoluto senil) como ‘Mysterious’, ‘The dreamer’ o ‘The list of impossible things’. Y todas juntas vuelven a redondear la certeza de que el mundo sería un lugar mucho más gris, más mundano y más mísero sin sus celestiales canciones. Las ya publicadas y esas (muchas) que con tanto celo va acumulando, y de las que solo disfrutamos con cuentagotas.