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martes, 30 de abril de 2013

EL FARO VII












LIBRO SEGUNDO
            SÉPTIMA PARTE




-XXV-

Después de comer se sirvieron unos gintonics y estuvieron charlando otro rato más sentados en el sofá, mirando por el ventanal. El alcohol amodorró a Martín que, sin poderlo evitar se quedó traspuesto. Erika lo cubrió con una manta, le acarició el pelo, lo besó en la mejilla, cerciorándose de que dormía, se sirvió otro gintonic en el mismo vaso bajo la atenta mirada del par de pumas que sostenían la barra de mármol en donde se encontraban todas las botellas, y, decidida a infringir cualquier norma, subió hasta el torreón. Su respiración empezó a agitarse y se detuvo en el rellano a tomar aliento, la mano izquierda asida al pasamano. Respiró hondo y se acarició pausadamente la nuca. No soy la que era, coño. Se me notan los años de inactividad, se dijo en voz apenas audible, en un murmullo, lamentando no haber vuelto después de la operación a las clases de aerobic y sí a fumar. Halló el cúmulo de páginas del primer capítulo junto a la Olivetti, posó la copa en la misma mesa y las tomó entre sus manos, dando unos golpecitos para alinearlas, yendo a sentarse en el sillón, donde se dejó caer como si hubiera recibido un golpe en la cabeza, con el mar proceloso frente a sí, el sol de las cuatro dándole en la cara y todo el azul del cielo rodeándola a excepción del trecho situado a la espalda, cubierto por los Picos de Europa que hoy, libres de bruma, sí se veían con claridad. Colocó, cuidadosa, el borrador sobre sus piernas, se puso las gafas y, estirando el brazo hasta donde la había dejado, tomó de nuevo la copa. Ojeó: capítulo primero. Necesitaba leer, no tanto por curiosidad, que también, cuanto por tener ocupada la mente, necesitaba no pensar en nada, necesitaba tener la mente en blanco y lo mejor para ello era ocuparla de dos maneras: o jodiendo o leyendo. Y lo primero no iba a ser. Embotar la cabeza con una copa también ayudaba: dos vermús, dos botellas de vino a la comida y, con el de ahora, dos gintonics, eran el balance. O sea, que a leer. Y qué mejor lectura que algo de Martín, aunque fuera un primigenio borrador. Llevaba varios días tratando de no recordar, porque si venían los recuerdos venían las reflexiones. Y tras las reflexiones venían un vacío y una desesperación atroces. Se daba cuenta de que si miraba atrás, y recorría su vida, sufría viéndose vieja y engañada, vacía, y tenía la sensación de que ahora iba a un viaje a ninguna parte, lenta, inexorable, como un barco a la deriva, de que la Erika Vargas de la foto, o la Erika que casi se fuga con el gran Pedro Montes, o la que protagonizaba Matilde, se trataba de otras Erikas distintas y ajenas, que no tuvieran relación con la actual. Por eso no quería hacer otra cosa más que leer y beber. Se descalzó y se acomodó en el sillón. Dio un par de tragos, cuando sentía la indiferencia transitar por sus venas, se dispuso a cruzar al otro lado de la frontera de su imaginación, transitando por aquellas páginas mecanografiadas salidas de la imaginación del hombre que ahora dormía abajo, y que, hasta el momento, era la pomada a su herida, pero no el remedio, procurando no pensar mucho en él para no llegar a amarlo ni en Héctor para no seguir odiándolo, tratando por todos los medios de que la imagen de ambos no se le juntasen en una, interponiéndose, y llegasen a formar una sola en contraposición a las muchas personas extrañas y que no reconocía que había sido ella. Ni modo. Las Erikas agazapadas en su mente pertenecían a Héctor y la actual Erika no pertenecía a nada ni a nadie: eso era lo práctico, no ser de nadie, no ser nada. Y leyó, y en su mente, como pasa siempre con todos los lectores, reescribió cuanto allí se decía: el viejo actor acabado a las puertas de la muerte, la joven actriz bisexual fascinada por un mito, la pintora lesbiana que la mantenía.

***
Pasean por la playa con los pies descalzos sobre la arena, los pantalones remangados hasta las rodillas. De vez en cuando las olas los mojan, espejándose, fugaces, en la superficie cristalina que queda cuando se retiran, sus imágenes invertidas. Hace buena tarde, no hay mucha gente, apenas se han cruzado con otras cuatro parejas. Están en la mitad, a la misma distancia desde la cual partieron que del final, llegaron sobre las seis de la tarde, justo un poco antes de esa hora febril para los pueblos en que, a la salida de los trabajos, tanto se inten­sifica la gente en demanda de sol y paseos. La había conseguido convencer para pasear después de haber tenido lo que pudiera llamarse una discusión cuando Martín, al despertar de su siesta, subió al torreón y la sorprendió leyendo el borrador. Para ser exactos, ni siquiera fue eso, porque nada más reprochárselo, nada más empezar a decir que qué coño hacía, viendo que estaba ligeramente bebida y que el mal que la había estado atenazando las últimas horas seguía vigente y podía leerse en su expresión, y que el tono utilizado parecía afectarla, decidió no seguir por ahí y recular restándole importancia.
—Mal hecho, pero bueno, vale,  por ser tú mi fan número uno.
—Gracias. Pinta bien lo que leí. Le falta tu toque, pero pinta muy bien.
Cedió en aquella vieja norma que se impuso de prohibido leer hasta que estuviere terminado. Los borradores son como las obras o las estructuras de los edificios. No se ve el edificio hasta estar terminado, más o menos añadió, al ver que Erika parecía visiblemente afectada por tan poca cosa como era el hecho de haberla reconvenido por desobedecerlo. No estaba para esas. No en ese momento. Martín sonrió un poco, el aire tolerante. Erika Vargas era así, al fin y al cabo, y no merecería la pena por tan poca cosa discutir. Luego ella le había devuelto la sonrisa y dedicado una mirada pícara y a la vez reconciliatoria con sus dos ojos felinos, brillantes como dos chispas reflejándose en un lago de miel líquida, y sin decir nada bajado al cuarto y vuelto al poco con un regalo. Toma, en compensación, le dijo extendiéndole una cajita envuelta en papel negro con un lazo rojo. La cara de Erika al ser sorprendida antes no debe ser nada comparada con la mía ahora, pensó al ver lo que le había comprado.
―¡Un reloj! ―acertó a decir.
―Sí.
―¿Por qué, Erika? ¿Por qué me regalas esto?
―Sé que los relojes son una de tus debilidades. Y también porque quiero que, cuando haya pasado el tiempo, cuando ya no estemos juntos, cada vez que consultes la hora, me recuerdes. Y mira que se consulta la hora al cabo del día.
―De niño —empezó a decir después de un lapso—, al volver de clase me paraba todos los días en el escaparate de una relojería que ya no existe. Me pasaba varios minutos observando los modelos, imaginándome que un día tenía lo suficiente para comprarme alguno de aquellos y que luego salía con él en la muñeca, mostrándoselo orgulloso a todos. Poder medir el tiempo, consultar la hora, cronometrar un espacio con sólo un golpe de muñeca. Ningún niño de la clase tenía reloj, ni siquiera había uno en el aula, como hoy, y teníamos que confiar en el del maestro: Ahora niños, podéis salir, ya es la hora. Ahora niños, podéis entrar que ya es la hora. No había manera de anticipársele, de saber cuánto quedaba de clase, de saber si estaba uno a la mitad, a cinco minutos o a tan solo dos horas de haber comenzado…
Detuvo el recuerdo. Se daba cuenta de que podría estar hablando sin parar de sí mismo asociando un recuerdo tras otro. Y eso, no era muy normal que lo hiciera. Valía con una sola reminiscencia, por ahora. Fue entonces, cuando se colocó el reloj, al abrocharlo, que vio la inscripción.
―¿Y esto?: «Cada instante de tu vida tiene sentido si aprendes de él».
―No soy de lemas, no creo mucho en ellos, pero esa frase me ha gustado desde siempre. Y encierra una verdad como un templo: la vida, Martín, es puro mariachi, que va pasando y pasando, y al mirar atrás como cuando se mira una película por segunda o tercera vez, es cuando vemos que encaja todo y que tenía un sentido lo que nos ocurrió en ella. Recuérdalo cuando ya no seas un chavo y revises la película de tu vida.
―¿Chavo?
―Para mí, pese a tu edad, eres un chavo. Un hombre de cuarenta es joven. De sesenta y ocho, que son los de Héctor, también. Más viejos han sido padres. Pero una mujer a partir de los sesenta es una anciana.
―Tonterías. La edad cronológica es una y la física otra. Y si convenimos en que yo soy un ‘chavo’ cuarentañero, entonces tú eres una ‘chavala’ sesentañera.
Ríen. Pero Erika no ríe con la frescura con que solía hacerlo. Es una risa opaca. Amortiguada. De mortal y no de diosa.
―No cielo, el hombre sigue siendo fértil  muchos años después de que la mujer que tiene al lado haya dejado de serlo por la menopausia. Y eso es todo. Una vez ocurre, la sexualidad pasa a un segundo plano.
Martín no dijo nada y guardó silencio de nuevo, por alguna extraña razón entendía que ella valoraba que no siguiera hablando de aquello. Menopausia, intuyó, era para Erika sinónimo de decadencia, fin, ocaso, invierno, climaterio. ¿Le había afectado la lectura del borrador? ¿Se había identificado con el actor enfermo y acabado? ¡Qué tonto había sido al no esconderlo y dejarlo a la vista! ¡Qué iluso al cometer la estúpida osadía de escribir sobre aquello! Había que salir del faro, había que escapar de aquel lugar ya, que no pensara, y la propuso ir a dar un paseo. Vámonos, Erika. Adónde, preguntó ella. No sé, paseemos por la playa, que nos dé el aire, que el salitre cicatrice heridas, caminemos intentando ajustar nuestros pasos al ritmo de la olas. Pisemos la alfombra que el mar deja en la arena mojada, ¿sí? La idea pareció gustarle, ¡órale!, asintió.

Cincuenta metros más allá, flanqueado por el paseo marítimo, se extendía a lo largo de la playa y a unos dos metros sobre su nivel, el muro de contención que, ya de noche y con la pleamar, servía para detener el ascenso de las aguas y proteger, en tiempo de borrascas, de las olas las casas, las denominadas de primera línea de playa. De entre todas ellas destacaba, encarándose al mar, el palacio indiano, hoy hotel, pero en otro tiempo residencia particular de un aristócrata, con sus tejas de colores y su fachada gris: a esa hora empezaba a tener clientes en la terraza en busca de sol vespertino y buenas vistas con las que pasar los cubalibres o los vermús. No, no es la misma mujer que conocía, no es la Erika de hace veinticuatro horas. En términos generales, lo era, pero algo había cambiado en su interior que le hizo cambiar el exterior, y la convertía en otra Erika distinta, se dijo mirándola de soslayo: caminaba sumisa, el labio inferior ligeramente mordido, la vista en el horizonte, casi con gesto de ausente. Algo la reconcomía. Luego dirigió un rápido vistazo al nuevo reloj que lucía en su muñeca. La inscripción le picaba en la mente y no encontraba el momento de preguntarle a qué era debida. Recordaba era la misma que la de una de sus pulseras. No habían hablado acerca de ello jamás.
—Buen lema —empezó a decir señalando el reloj—. En mi familia somos más de dichos. Mi abuelo solía decir que un hombre con pereza es un reloj sin cuerda. Y mi editor que un libro debe construirse como un reloj y venderse como un salchichón. Los relojes, como ves, lo son todo.
—Sí, así es —continuaba absorta en los propios latidos del corazón: cada atardecer le parecía más lento que el anterior. La vista perdida a lo lejos.
―La pulsera ¿te la regaló Pedro Montes? —inquirió, el rostro inalterable.
Dejó de estar absorta. Y se volvió a mirarlo.
―Cuál, ¿la de la inscripción?
―La misma.
―¿Cómo lo sabes? —sorprendida.
―Intuición, supongo.
Erika miró a Martín con ojos valorativos, ojos de cuánto sabe y por qué sabe, y luego a la pulsera como tratando de precisar el recuerdo. Sonrió, encendió un cigarrillo, dio una calada y, al echar el humo, empezó a decir:
―Pedro Montes era un chulo, bien simpático. Bien parecido. Podría haber llegado a amarlo de no haber ocurrido todo en la porción de vida equivocada. Estaba a gusto con él, siendo sincera. Vanidoso, prepotente, bravo; pero sabía cómo tratar a una mujer. Alguien que no se quería más que a sí mismo y del que jamás me hubiera fijado de no ser porque en ese momento estaba harta de Héctor y de su insistencia para que cruzásemos una puerta que no quería cruzar. 
―¿Puerta?
Martín parecía confuso, prestando la máxima atención. Le encantaba aquel acento raro que le salía, tan diferente al del resto de asturianos. Nunca sabía del todo si preguntaba por inocente o por malintencionado, en serio o en broma. Pinches gachupines, todos ellos, con esa cabeza siempre maquinando. Pero confiaba en él lo suficiente para hablarle de todo aquello.
―Es un modo de decir. Ir un paso más allá: Intercambios de parejas y esas pendejadas. A Héctor, a partir de los cuarenta, se le metió en la cabeza la idea de que quería verme «cogiendo» con otros hombres u otras mujeres. Me insistía. Y ante mi negativa, el muy cabrón, se iba con otras, por días enteros y hasta por semanas. Total que en una de esas, que habíamos peleado, apareció Pedro Montes y, simplemente, ocurrió. Dejé que ocurriera, también. Y pasado el tiempo tuve que decidir si seguir por el camino corto, con Pedro, muy corto, o por el largo con Héctor, pero dejando claro que no habría puertas. Y fue lo segundo. Conclusión: las cosas ocurren o demasiado pronto o demasiado tarde. Para que terminara de decidirme Pedro Montes me abandonó. Me regaló ésta pinche pulsera, con este pinche lema justo la noche antes de su partida. Y a la mañana, bien temprano,  desapareció para siempre y jamás volvió a llamarme. Y ya no supe de él sino por las revistas.
Al llegar a este punto recordó aquella última noche. Y no quiso contarle nada. La sinceridad descarnada en ese preciso momento le pareció que podía resultar hiriente. Estaban en un hotel de playa junto al Caribe, y el bungaló en el que se alojaban disponía de una playa privada. Él estaba tomando un margarita sentado en el porche, en bañador, con el torso desnudo, estudiando un diálogo del guion de su próxima película. Moreno y brillante como un caballo. Guapo a rabiar. Era como un Dios, pensaba. Atardecía, cuando vio que Pedro levantaba la cabeza al cielo como si husmeara algo, se levantaba y quedaba de pie, suspendiendo el trabajo. Apuraba el margarita, se estiraba tensando los músculos y se quitaba el bañador, y, en cueros, caminaba hacia la orilla y se metía en el agua. Un agua tranquila, clara y verdosa, tan transparente que desde donde estaba todavía podía verlo nadar, distinguiéndose perfectamente sus líneas, los últimos rayos del sol dándole de pleno. Aún continuó un rato, observándolo. Reprimiendo el deseo naciente que la devoraba como un fuego. Hasta que no pudo más, y lo llamó. Eh, le dijo. Asegurándose de que la veía, se quitó el vestido, las bragas y el sujetador que fue abandonando por el suelo. Y fue tras él. Se lo encontró en el agua y se le abrazó, fuerte, con ganas, notando al hacerlo que aumentaban las respiraciones, y se arrancaban ambos en  jadeos que resonaban acompasándose con los latidos del corazón;  y cómo él la atraía hacia sí y sus pechos se apretaban más y más contra el tórax, aplastándose. Y que en el roce, su piel se entibiaba con la piel del hombre. Y cuando sintió su miembro endurecido lo aprisionó entre sus piernas mientras le besaba su boca con sabor a sal, frenéticamente, permaneciendo así un rato, que no sabría precisar cuánto fue, en el que estuvieron flotando, vientre contra vientre, muy juntos, literalmente pegados, comiéndose la boca, después del cual ella cedía a su presión, y mansamente liberaba las piernas que se iban abriendo y ajustando a su cintura y dejaba que se la metiera bien adentro, al tiempo que le agarraba el pelo mojado para marcarle el ritmo, y la bahía se iba oscureciendo en tonos rojizos y las gaviotas volaban en círculos por el cielo, y los peces buceaban en torno a ellos. Y entonces pensó, cuando él descargaba y ella tenía el orgasmo, que todo era hermoso, que se le escapaba aquel instante y que no habría otros como aquel, pero que la vida consistía en eso: en atrapar instantes que mueren. También ahora había un atardecer, menos intenso, y gaviotas volando, y a su lado caminaba un hombre. Sí, se le parecía mucho en el mirar. Apuesto. Menos egoísta, para nada vanidoso, quizá más desprendido y entregado, también  más inteligente. Y como en aquella ocasión un amor a destiempo, un amor que no puede ser, y que no puede durar. Que antes o después desaparecería o se iría ella. No tengo dos vidas para vivirlas, ni él tampoco.
—Y eso es todo, cielo. Esa es la historia del lema que tú ya intuías.
—¿El mío es también un regalo de despedida?
—También ésta vez tengo que decidir: Lo andado o lo por andar.
Ahora, advierte Martín, los ojos de Erika Vargas son dulces mientras lo contempla. La luz le intensifica el dorado.
—Tampoco yo soy de lemas, Erika.
—Cada historia tiene su final.
Cree percibir en su tono un cierto desencanto. Un eco de rencor. Él sabe de eso, de ecos y de rencores, se ha pasado muchos años escuchando en una comisaría. Pero qué historia finaliza ¿la de Martín o la de Héctor?
—¿Y qué? —pregunta Martín con suavidad— ¿Qué piensas hacer? ¿Desaparecerás? ¿Habrá una mañana de esas sin despedida?
Se hizo un silencio incómodo, menos incómodo que la respuesta.
—Sí. Habrá una mañana…Pero, sea cuando sea que se produzca, me despediré antes, descuida.
Ella había levantado la mano para acariciarlo dejando la acción suspendida, que  finalmente cambió por un pellizco al pómulo.
Quiere volver al statu quo anterior, el de amigo, sólo amigo, pensó Martín. Ya no eres ni el amante que tanto te disgustaba ser. Pensar en eso lo ha puesto melancólico, no obstante disimula.
Se fijaron en un perro solitario correteaba a lo lejos, sobre los guijarros enterrados en la arena. Erika, como recordando, sin apartar la vista del perro, empezó a decir:
―Yo era la mujer más guapa del momento. Una chavita muy linda y requetehermosota. Acaba de rodar mi primera película, ya tenía apalabrada la segunda, y mi nombre y mi cara salían en todas las portadas. Está mal que lo diga, pero era así. Muchos me pretendían y a muchos rechacé. Me llovían todos los días invitaciones y ramos de flores a mi casa. Erika, me decía mi madre, tienes que conseguir un buen partido, no te juntes con cualquier pendejo. Y un día, apareció Héctor. Se cruzó a la puerta de un despacho conmigo —él era el guionista y productor ejecutivo de la película y salía de hablar con el presidente de la compañía— y, al verme, no pudo evitar pararse y decirme un piropo: Señorita, no es descaro, me he devuelto y la observo así nomás para comprobar si usted era de veras o la soñaba. Y eso me descolocó. Se marchó sonriente, haciendo una reverencia, diciendo: ya nos veremos porque segurito que la contratan. Y así fue. Nos vimos a diario en el rodaje. Y empezamos a salir. Era bien guapo, entonces, y finito, no como ahorita que está ventrudo. No el más apuesto, pero sí el más galante que conocí, estudiado, leído —como tú—, de modales finos, detallista hasta la exageración, muy espléndido —daba propinas a todo el mundo—. Aún no había triunfado pero se adivinaba que pronto lo haría; no era rico pero era de buena familia. Y, pues, cómo no, salimos novios y al cabo de un año nos casamos. Así, como te cuento. Sabía la fama que tenía de mujeriego, pero tenía plata ganada en los cinco años que llevaba en la industria suficiente para vivir en una quinta en una urbanización, con servicio domestico, y además de ser guionista y cineasta tenía en mente meterse a productor, y eso, a una actriz en ciernes como yo, le garantizaba el futuro. Luego las cosas no son en la vida tal cual como una las planea. Cinco películas y se acabó. Quizá debí haber ido a Hollywood. No sé, porque mira por dónde, triunfé, ya de mayor, en las telenovelas.
La miró de soslayo. Contrariado.
—¿Mayor? ¿Qué edad tenías cuando empezaste a hacer culebrones?
—Bueno, sí, fue a los cuarenta. Ya sé, tú edad ahorita. Pero en esa época los cuarenta abriles significaban la decadencia y más en una mujer. Y más aún en una mujer que nomás había hecho de sex symbol. Quería decir que no era una muchacha.
Martín ríe, desenfado.
—Maldito tramposo. Siempre fuiste bueno en esa clase de réplicas... ¡No me interrumpas!
—Continua, y perdona. Me encanta que me hables de todo esto.
Lo ha dicho con extrema calma. Muy suave. Conciliador, deseando no romper demasiado el momento, porque, le parece, Erika está a punto de soltar lo que le pasa con Héctor.
En ese momento, unas nubes empezaron  a cubrir el cielo parcheando de sombras y claros la arena. Erika dirigía la vista hacia la bahía, como buscando en el horizonte el hilo del argumento perdido.
—Fue ahí, a los cuarenta, cuando Héctor empezó a cambiar —prosigue—, ya no dirigía, y como productor casi se arruina con la crisis de los setenta aunque más tarde no sólo levantase cabeza sino que se haría rico, y en el terreno sexual se volvió transgresor. Muy transgresor.
—Pero ambos erais liberales.
—Hasta para una liberal hay ciertos límites. Héctor, se acercaba más a la idea de obseso que a la de liberal. Tenía verdadera adicción. Quiso que pasase a una zona oscura de nuestras relaciones, a una que ya habíamos explorado de jóvenes, quiso en una palabra corromperme. Quizá hasta yo misma cambié y le di la espalda a la sexualidad al entrar en esa época de la vida de la mujer en que empezamos a experimentar el climaterio. No sé, el caso es que no quise explorar ninguna zona oscura ni franquear ninguna puerta. Cambiamos los dos. Divergíamos. Y ahora sé por qué.
—¿Por qué, Erika?
No responde. Sigue con la vista puesta en la bahía. Entornados los párpados de la mujer por la claridad de un rayo de sol que ahora les da, el gesto multiplica el número de pequeñas arrugas en torno a sus ojos.
—Me casé muy joven —añade Erika—. Y él, desde un principio, hizo que me asomase a pozos oscuros de mí misma. Me los mostraba y yo accedía. Le gustaba y me gustaba. Era como un juego y hasta llegaron a no importarme sus infidelidades con tal de que fuera solo sexo y, terminado todo, volviera. Te parecerá ridículo pero a pesar de todo, he confiado siempre en él, dejé de hacerlo hace meses. Justo cuando me operaron y lo supe.
—¿Lo de esa otra mujer de Jalisco?
—Lucinda, se llama. Es de Jalisco aunque de nacionalidad estadounidense por haberse casado con un gringo.
Y entonces suelta lo que esta mañana no quiso. Y Martín empieza a entender el cambio producido en ella. Le dice que están ahora juntos en Madrid, que lo ha sabido hoy mismo, que lo de la película porno había sido todo un pretexto para verse. Que el muy camote lleva desde Dios sabe cuándo engañándola con esa mujer, llevando una vida paralela, y que ella, ha estado ciega, sin saberlo. Ignorante de todo. Le cuenta que a Lucinda —se la imagina Martín por la descripción: delgada y de pechos grandes, labios gruesos y fina cintura— la conoció hace muchos años, de cuando posaron desnudas en una sesión, la misma de la de la foto del faro, a petición de Héctor, y le explica los detalles del episodio de aquel día, y también lo del intercambio de parejas de los días siguientes.
—Sí, cielo, Héctor se acostó con Lucinda. Y hasta yo lo hice con el marido de Lucinda. Por despecho —puntualiza—. Un fiasco, un error. La experiencia más decepcionante de mi vida.
Llegados a este punto, Martín cree advertir en sus palabras una intención, que si le habla de todo esto, además de por desahogar, es porque, definitivamente, no hay ninguna esperanza de que vuelvan a no ser otra cosa que amigos.
Ahora bien, le sigue diciendo, no sé cómo pero desde entonces hasta hoy, sé que se han seguido viendo. Con regularidad. Año tras año. Aprovechando cualquier viaje, en cualquier ocasión, se las han ingeniado para organizar encuentros, como el de Madrid de ahorita o como cuando el de mi operación en Texas. En cuanto lo dice, se siente una imbécil. Vieja, estéril, fracasada y engañada, hablándole de todo ello al, hasta hace pocas horas, su amante. Celosa, hundida en la incertidumbre de perder al marido o a decidirse abandonarlo.
—El muy cabrón pendejo hasta aprovechó el tiempo en que estuve en quirófano sedada, para irse con ella —hace una pausa, frunce el ceño.
—¿Cómo supiste que estaban liados?
—Lucinda me visitó antes de la operación en la habitación y entonces, por la expresión de la cara de Héctor, lo supe. Me mentía. Como esta mañana, cuando he hablado por teléfono,  he sabido que estaba con ella por el tono de voz. Con tantos años juntos una sabe esas cosas, cuando mientes u ocultas algo sobre todo —apretó los dientes— ¡Ya estuvo suave de tanta junta!
El cielo seguía nublado pero se sostenía sin llover. Ahora caminaban por la orilla en dirección contraria, siguiendo sus pasos en la arena hacia el faro. El sol estaba bajo y empezaba a refrescar.
Martín tiene ganas de saber. Tiene ganas de soltar algo que le corroe.
—¿Y en qué lugar encajo yo en toda esta historia?—suelta al fin.
—Tú, amigo mío, eres el bálsamo de la herida.
—¿Fue despecho?
—No. Te necesitaba para saber que aún sentía. Fuiste un fuerte estímulo para reparar sentimientos perdidos.
—Hablas en pasado.
—Lo nuestro no durará pero aún no ha acabado.
Iba a preguntar: ¿aún no ha acabado? Pero prefiere ahogar las palabras. Ya habían empezado a subir la cuesta del sendero serpenteante que conducía al faro, y ella tuvo que detenerse por el esfuerzo varias veces.
—¿Tú no te cansas?
—No. Nunca me suben las pulsaciones por encima de sesenta —encogiéndose de hombros, impertérrito.
Erika elevó su mano y le tocó el pecho para comprobarlo: Un simple gesto revestido de complejidad, la eternidad de un instante, fuego renaciente en las brasas. Y entonces fue que él la besó. Buscó su boca y la encontró sin retroceso. La abrazó atrayéndola hacia sí. Erika se dejó hacer, sin rechazar el contacto de sus manos que le recorrían el cuerpo. Y así estuvieron un rato, unidos, manoseándose, besándose, como si después de esta vez no hubiera otra, como si alguno de ellos tuviera decido irse al día siguiente, para siempre y no volvieran a verse jamás. Y sintió un calor delicado, húmedo, que preludiaba una añoranza. Después, cuando retiró un poco el rostro, los dos siguieron mirándose a los ojos, muy cerca uno del otro.
Vaya, habrá una última vez después de todo, pensó Martín. Tira de ella para que anduviesen el último tramo. Avanza a pie firme, cual tractor. Quiere llegar lo antes posible al faro y arrancarle la ropa y hacerle violentamente el amor. Quiere poseerla cientos de veces durante toda la noche, quiere saciarse para siempre, por última vez, de aquella magia, beberse toda la dulzura de su piel, contar todas sus pecas, explorar sus regiones, inhalar su olor, impregnarse de él.
Y así, cogidos de la mano, él un paso por delante, riendo, traspasan la verja y entran en la finca. Ninguno de los dos se dio cuenta del coche ni de que había allí otra persona, sentado en el porche,  hasta que oyeron su voz.
—¡Gachupín!


Continuará... 
        ©Humberto, 2013