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lunes, 18 de marzo de 2013

EL FARO IV







LIBRO SEGUNDO
CUARTA PARTE

-XX-

Erika y Martín montan en el descapotable y se van. En la puerta Antxón y Helena los miran irse. Helena observa con apego cómo el vehículo nuevo de Erika se aleja  y desaparece al traspasar el arco del muro. Se sigue preguntando de qué le suena la cara de Martín. Lo sabrá dentro de cuarenta días cuando una mañana le dé por limpiar el polvo que acumulan los libros de las estanterías y encuentre el que le regaló Héctor, que no leyera,  y lo reconozca como el mismo rostro de la foto de la solapa, que hoy tanto le sonaba. Ese día, ya de noche, al acostarse, en la cama,  por vez primera en su vida, siguiendo el consejo de su admirado Héctor, en su memoria, leerá un libro. Será el primero de otros muchos que leerá posteriormente durante su vida. El efecto Pigmalión del que hoy hablaban, de superarse, le llegaba a oleadas, en forma de recuerdo, confirmando las expectativas de inteligencia depositadas por Héctor sobre ella aquel día lejano cuando le regaló el libro cuyo autor le pareció un cantante de rock.

En cuanto se hubieron ido, apenas tomaron de regreso el camino de baches, Martín detuvo el coche, le pasó el brazo por el hombro, la atrajo hacía sí y le plantó un beso. Era un beso de alegría, en cierto modo, era el beso de un hombre que llevaba mucho rato esperando, conteniéndose, aguantándose para darlo. Y Erika rió ante ese súbito arrebato de cariño, lo abrazó y le devolvió el beso. Aún había sol, eran las siete de la tarde, por lo que le propuso aprovechar e ir a un acantilado.
—Me gustaría ver una puesta de sol contigo, y que me hablaras de cosas profundas.
Martín no dijo nada, solo sonrió. Atardecer evoca meditación pero también decaimiento, pensó. ¿Por qué te gustan a ti las puestas de sol, amiga mía, por una cosa o por otra?

La gloria del ocaso era un purpúreo espejo,
¡Tenue rumor de túnicas que pasan sobre la infértil tierra!...

Empezó a decir. Ella repitió «purpúreo espejo» en voz baja. Había una suave excitación en su voz contemplándolo a él con curiosidad. ¿Está recitándome?, parecía decir su expresión. La claridad rojiza se reflejaba en sus ojos volviendo líquida su miel. Aquella luz en las pupilas, pensó Martín, la hacían parecer una colegiala. De nuevo la foto del retrato vagó fugaz por su memoria, envuelta en el resto de los versos:
—¡Y lágrimas sonoras de las campanas viejas!
Las ascuas mortecinas del horizonte humean...
—¡Qué lindos versos! Continúa, por favor.

La atención de ella es extrema. Como la intención de él.
—…Detén el paso, belleza esquiva, detén el paso.
Besar quisiera la amarga, amarga flor de tus labios.

Lo dijo entre dientes, muy bajito. Sonriendo por dentro, le guiñó un ojo, aceleró el coche y salió disparado hacia el norte, adonde, suponía, estaba la mar.

Condujo en la dirección que ella le fue indicando, hacia una playa que se encontraba muy próxima. Apenas a un kilómetro. Un momento después bajaron del coche y pasearon por un sendero que discurría paralelo y sobre ese escalón que parecía haberse esculpido en la tierra para que un gigante bajase al mar.  Iban cogidos de la mano, hablando en esa actitud absorta e íntima que sólo es posible en la más estrecha de las amistades, la amistad profunda. La amistad cómplice. El viento emitía un quejido que le ponía fondo a la voz de Erika y peinaba el verdor compacto de las praderas, produciendo olas entre sus hierbas. El sol, brillante, estaba en mitad del horizonte, a dos horas de hundirse en el mar. Su incierta luz les iluminaba los rostros como de un color místico. A la derecha veían los tejados del pueblo asomados sobre un hayedo. A lo lejos el río, con sus aguas agrestes; más lejos un hórreo, plantado sobre un mosaico de praderías de diversas tonalidades; enfrente y de fondo las altas cimas de los Picos de Europa.
—Apenas hablas cuando estas con más gente. Te vuelves como, ¿retraído?
—Algo así. No me gusta pasar por pedante, eso es todo.
—Es otra cosa. Es como si no te gustase destacar.
Se volvió a mirarla sorprendido, como calculando cuánta información había recabado examinándolo.
—Puede ser. Tengo mis momentos. Aunque también, en ocasiones, me cuesta conectar según con qué gente. Con Antxón, por ejemplo, nunca conectaría.
Ella se detuvo a contemplar el horizonte y el mar, y cerró los ojos. La brisa y el sol dándole en la cara de lleno. Sin abrirlos le preguntó.
—¿Cómo describirías tú una puesta de sol?
Martín piensa un instante. Ladea la cabeza.
—Cuando el día exhala su último suspiro.
Ella respiró profunda meditando lo que había expresado, saboreándolo, vibrando con aquellas siete palabras, y cruzó los brazos. La hacía feliz aquel momento, aquella puesta de sol, aquel hombre. Martín la abrazó por detrás, la nariz en el pelo de ella, y así estuvieron un rato, de pie, callados sin decirse nada, en comunicación directa con el mundo que les rodeaba.
—Eres todo un poeta —susurró.
Soplaba norte y el tiempo había refrescado cinco grados, sintió Martín. Lo justo para que el mar, azotado por el viento frío, levantara espumas en su choque violento contra las roquedas y transmitiera al lugar donde estaban una humedad desagradable. A ella se le pegaba la falda a los muslos y el cuello de su blusa entreabierta aleteaba. Estaba muy favorecida. Su piel, tocó Martín, estaba fría. Tiritaba.
—Es hora de irse —anunció temeroso de romper aquel momento.
—Sí, se estaba bien aquí, pero volvamos al faro. Quiero darme un baño caliente y quitarme este frío…
Y entonces, de repente, mirándolo con ese centelleo en los ojos que, ya conocía Martín, era de deseo, cambiando el tono por otro muy provocativo, le dijo: No. Mejor. Lo que quiero es bañarte. Quiero restregarte de jabón.  Quiero que te desnudes y fotografiar tu cuerpo.
Martín frunció el ceño y su mirada se pavonó. Había dejado de sonreír y la observaba pensativo, como si pretendiera asegurarse de que lo decía en serio. Le excitaba la proposición pero le daban miedo las consecuencias. Él siempre tan cauto. ¿Fotos? ¡hum!, no sé, no sé.
Le tiró del brazo.
—Volvamos al faro, cielo.
En ese instante el deseo era el protagonista principal de la película. En su discurrir, aquel deseo de acostarse con Erika de nuevo, cabalgaba sobre cualquier otra cosa, envolviendo al hombre que habitaba en Martín en un tejido que se entretelaba con su fascinación por ella, con su belleza evanescente y con aquel lugar. Y el deseo era pasión que todo lo podía. Condujo rápido, como a la ida. O más. Estaba ansioso por atracar de nuevo en la mágica oquedad de su misterio. En zambullirse nuevamente en el sortilegio de su mirada de miel líquida. En quedar aprisionado entre el nudo de dos brazos de su sortilegio. En amarla una y otra vez como si fuera la última.
—Venga, mañana al fin y al cabo será otro día.
Y la agarró por la cintura.

-XXI-


Durante las primeras semanas, convaleciente, se creyó morir, y se sumió en un mutismo que Héctor Vargas achacó a la depresión que sobreviene tras una operación quirúrgica grave. Por mucho que lo intentara era incapaz de pensar en otra cosa. Estaba atrapada en un laberinto y no encontraba el camino. De todas las preguntas que se hizo en la habitación de la clínica tejana, anclada a una cama y a todos los goteros, la más importante era la de «¿por qué». El cuándo, dónde, cómo y cuántas veces ya había llegado al convencimiento de no formulárselas,  pero el «¿por qué?» se lo formulaba una y otra vez sin hallar respuestas, aquel «¿por qué?» martilleándole en la cabeza era lo que asacaba de quicio. ¿Por qué lo hizo?, ¿por qué aquel engaño? ¿Por venganza?  Héctor no era de la clase de hombre que lo hiciera por venganza, para demostrarle que él podía hacer lo que se le antojara, pues eso ya hacía mucho tiempo, desde los treinta y tantos años, que lo habían acordado: era libre de cogerse los culitos que quisiera. Y viceversa, por supuesto. Decidieron que serían liberales y que una aventura no fuese jamás un problema en su matrimonio, con la condición de que luego, a su término, lo confesasen. Y así hicieron. Con sus más y sus menos. Y, de hecho, tal era la complicidad alcanzada que él que jamás le omitió nada, y le fue relacionando todas las mujeres con las que estuvo, cada escarceo, sin dejarse ninguna. La lista era muy larga. Un listado que parecía un censo. Insaciable, se acostaba con la primera que pasaba y se le ponía a tiro. Muchas veces, al día siguiente, se reían de todo y hasta le comentaba a Erika, en tono jocoso, detalles; en especial solía contar cómo, llegado el momento y para ligárselas, les decía a ellas lo de: «es que mi mujer no me comprende». Eso la hacía reír casi siempre. Hubo una temporada que le dio incluso por tomarles fotos a sus amantes mientras dormían para después mostrárselas: No pocas veces un gesto así acababa con los dos en la cama. Mas, es cierto que hubo ocasiones en que Héctor se fue de madre y Erika no lo llevó nada bien, que propiciaron crisis, como cuando le dio por montar una bacanal en casa a la que invitó tres prostitutas pretendiendo que hiciera con ellas un cuarteto lésbico, o la vez en que se negó a que la atara al más puro estilo bondage y a que luego la filmase con un negro azotándola y castigándola, para proyectársela a sus amigotes en la sala de cine de la casa, o como la vez en que se apareció de amanecida, ebrio, con una pelandusca pretendiendo que se acostaran los tres juntos, todo ello tras haber desaparecido toda una semana de casa. No, papito, ella era liberal pero esas cosas no las hacía, tan bajo no caía y tan degenerada no estaba. No, no era por eso. Porque más tarde que temprano acababan reconciliándose. Las aguas volvían a su cauce. ¿Por qué?, ¿por qué entonces?, ¿para buscar compensaciones en la vida? ¿Él consideraba, acaso, que se merecía otra mejor? No, imposible, porque estaba a gusto con ella, en eso fue siempre franco, y de no haber sido así la habría dejado hace mucho. Era su mejor compañera: Eso lo tenía y se lo había dejado claro. ¿Para aumentar su autoestima? No, tenía un fuerte ego. ¿Por una crisis de la mediana edad? Tampoco: No era de los que se acomplejan con el deterioro físico. ¿Para romper la rutina? Menos, porque con esa lista de amantes ¡qué rutina iba a tener!  Entonces ¿por qué tenía ese lío en secreto? ¿Por qué no le había hablado nunca de ella, de Lucinda, en este tiempo? Y ¿por qué, pudiendo tenerlas jóvenes iba a estar con una mujer sexagenaria?,  ¿y por qué por tanto tiempo?, ¿Casi cuarenta años? ¡Cuarenta años!
Estuvo así, encerrada en sí misma, hasta que, coincidiendo con el alta médica, una vez en su casa de Acapulco, pasada la enfermedad, recobrada su vida en el instante en que la había dejado, no obstante ver su belleza mermada, halló el camino de salida del laberinto. Fue de repente, casi. La infidelidad —sentenció mirándose ante el espejo— es uno de los mayores misterios de la naturaleza. Pero no era para tanto, no al menos como para acabar con un matrimonio tan largo, concluyó. Él la quería, eso lo tenía claro. ¡Qué carajo!, ella siempre había sido una mujer adelantada a su tiempo, inteligente y liberal, y estaba preparada de sobra para superar las adversidades. ¡Para cualquier adversidad!, y que se la «pegaran» era una de ellas. Pero no la última. Ellos serían dos pero ella era una leona que no retrocedía, que iba de frente. Recobró la superioridad moral y anímica que creía perdidas y la cicatriz de la operación lo fue también de la otra herida que tenía en el alma. Lamió sus heridas. Se levantó de sus cenizas. Y al poco tiempo se sobrepuso pensando que esto era como en las películas o las telenovelas, que a ella le tocó el papel de protagonista y a Lucinda el de antagonista, y que no era ella quien se había perdido sino su marido. Que éste no buscaba otra cosa sino el complemento que le faltaba. Que la abstinencia sexual a la que le había sometido era la causa, y Lucinda su consecuencia, una perdida, seguramente una ninfómana con la que estaría a gusto por razones que solo él sabría de las del tipo: no hay reglas ni compromiso, y que al fin y al cabo estaba bien que así fuera, qué diantre, era mejor que estuviera con una que no con cientos. Volvió a ser ella misma. Aun había un hombre en la tierra al que gustaba y ese podía ser el complemento de ella: Martín. Pensando en todo ello, algunas veces, en ocasiones, se regodeaba en el propio dolor de la traición (Lo que no te mata te hace más fuerte), otras, por un momento, la posibilidad de la aventura, la doble infidelidad que como revancha ella pensaba cometer con Martín parecía restañar la herida, aplazar el mal recuerdo (Cada instante de tu vida tiene sentido si aprendes de él).

Volvieron a México y a la rutina del matrimonio que eran antes de la operación y de la certeza de la infidelidad, y durante todo el invierno continuaron como si tal cosa: Salían a  cenar. Viajaban. Leían juntos muchos pasajes de la novela inédita que Martín les enviaba por entregas. Repasaban las respectivas cartas de respuesta que le remitían, antes de introducirlas en el sobre. En Marzo leyeron, por fin, la novela: Tras los pasos de abril perdido, que poco o nada tenía que ver con el manuscrito. Por entonces empezaron a telefonearlo con más frecuencia, casi a diario, para convencerlo de que se fuera al faro. O eso creía Héctor, pues sin que él llegara a apercibirlo jamás, ella le influía para hacerlo utilizando todo su arte subliminal: dejando caer frases convenientes en los momentos adecuados, estimulándolo, tejiendo sibilina toda una telaraña de ardides femeninos que lo impulsaban a ser más amigo que nunca. Cosa que conseguirían en mayo. Héctor hasta se alegró de su poder de convicción. Justo un poco antes de que a Héctor le saliera la ocasión de rodar una película en Madrid. Propuesta que ella le había deslizado previamente sobre otras propuestas anteriores en la mesa de su despacho, adjuntando convenientemente dispuestas las fotos de las sesiones de casting de las recauchutadas niñas que intervendrían.
—Si vas a irte a rodar quiero ir contigo —le dijo unos días antes de ahora, a Héctor.
Héctor la miró extrañado, como contrariado en sus planes de ir solo.
—¿Para qué quieres ir ahora?, Si total, iremos en verano a  España.
—Me apetece ir ahora, en primavera ¿Sí? —rogó—. Adelantemos el viaje y quedémonos en junio y empatamos todo el verano ya.
—Pero si te vas a aburrir —protestó—. Voy a estar todo el tiempo liado con el rodaje, ya me conoces, luego no me salgas con que si no te presto atención, que si me dejas votada.
Ella rió. El oyó su risa suave, muy queda, entre las sombras del cuarto que le velaban la cara.
—No quiero quedarme en Cancún sola. Eso es todo. Quiero irme a Madrid, hacer compras, distraerme, dejar la VISA temblando.
Él le sonrió burlón como a una niña, dando a entender que accedía a sus caprichos.
—Bueno. Vente. Pero luego no te me quejes.
La primera parte del plan estaba hecha: Iba a irse a España ya, ¡ni hablar de esperar a Julio! Una vez allí se las ingeniaría para dejar Madrid y a su marido ocupado, y subir a Asturias donde se encontraría con Martín, hecho esto decidiría, viéndolo sobre la marcha, según le apeteciera o según fuese de viable, si lo seduciría o no. Eso si su sobrina no lo había hecho ya. Parecía muy interesada en él por teléfono y conociéndola como la conocía no le extrañaría nada que, sabiendo que éste andaba por el faro, le fuese a hacer una visita y ahora estuviesen liados.
En el avión pensaba en la frase de su pulsera: Cada instante de tu vida tiene sentido si aprendes de él; se preguntaba adónde le llevaba todo esto, si era revancha o una vieja pasión dormida; Pensaba en Lucinda, en Héctor y, sobre todo, en Martín. Pensaba en el deseo que, desde su anterior viaje, se despertó y que la consumió, deseo que ahora se había renovado al caer enferma y al saberse traicionada, y se recreaba en las imágenes impúdicas que se le venían a la mente como prólogo de lo que sería. Curiosa forma de motivarse a sus años, quién se lo iba a decir: Latir de nuevo un tiempo niño. Pero resultaba, era motivador y anhelante. Renovador. Y pensaba, además, en ese momento intermedio entre el apetecer y el conseguir lo apetecido. Era dulce la espera, era dulce el anhelo, en ese exasperado hundirse en el abismo que se abre entre el deseo y su inasible objeto.



Continuará... 
        ©Humberto, 2013