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lunes, 30 de diciembre de 2013

VANKA



VANKA






Anton Chéjov




La noche de Navidad, Vanka Zhúkov no se fue a dormir. Era un chico de nueve años, al que hacía tres meses habían enviado de aprendiz con el zapatero Aliajin.
Cuando los amos y los zapateros se marcharon a la misa del gallo, sacó del armario de la casa un tintero y una plumilla ovalada, y se puso a escribir sobre una arrugada hoja de papel. Antes de poner la primera letra, miró varias veces con temor hacia las puertas y ventanas, observó de reojo el oscuro icono a cuyos lados se alienaban sobre unos estantes distintas hormas y suspiró entrecortadamente. El papel yacía sobre un banco y el chico se arrodilló a su lado.

«Querido abuelo, Konstantín Makárich —comenzó a escribir—: Te escribo esta carta. Te felicito las Navidades y deseo que Dios nuestro Señor te dé todo lo mejor. No tengo padre ni madre. Tú eres lo único que me queda.»

Vanka movió sus ojos hacia la oscura ventana en la que se reflejaba el brillo de su vela y se imaginó  vivamente a su abuelo Konstantín Makárich, que trabajaba como guardia nocturno con los señores Zhvariov. Era un vejete de unos sesenta y cinco años, menudo y delgado, pero inusitadamente vivaracho y ágil, con un rostro del que nunca se borraba la sonrisa y ojos de borracho. Durante el día dormía en la cocina de la servidumbre o bromeaba con las cocineras, pero por la noche, envuelto en un gran abrigo de piel de cordero, daba vueltas en torno a la hacienda, dando golpes con su chuzo. Tras él, con las orejas gachas, marchaban la vieja Kashtanka y el cachorro Anguila, al que llamaban así por su color negro y su cuerpo largo como el de una comadreja. Anguila tenía un aire muy respetable y cariñoso y una mirada bondadosa que dirigía tanto a los suyos como a los extraños, pero nadie se fiaba de él. Su aspecto respetable y obediente escondía la más perfecta de las astucias. Nadie mejor que él sabía, tras acechar su momento, morder la pierna de alguien, meterse en la fresquera o robarle una gallina a un mujik. Más de una vez le rompieron las patas traseras, lo colgaron dos veces, cada semana le daban palos hasta casi matarlo, pero siempre salía con vida.
Ahora el abuelo seguramente está junto al portalón, entornando los ojos, mira las luces brillantes y rojizas de la iglesia del pueblo y, sacudiendo sus botas de fieltro contra el suelo, bromea con la servidumbre. Lleva el chuzo atado al cinto. Alza las manos, se encoje de frío y, con su risa de anciano, pellizca a una doncella o a la cocinera.
—¿Qué? ¿Tomamos un poco de tabaco? —dice ofreciendo su tabaquera a las mujeres.
Las mujeres aspiran y estornudan. Del abuelo es apodera una risa indescriptible.
También se lo acerca a los perros. Kashranka estornuda, agita la cabeza y se aleja con aire ofendido a un lado. En cambio, Anguila guarda la compostura, no estornuda y menea la cola. El tiempo es espléndido. El aire, silencioso, transparente y seco. La noche es oscura, pero se ve toda la aldea con sus tejados blancos y los hilillos de humo salen de las chimeneas, los árboles plateados por la escarcha que centellean alegres, y la vía láctea se dibuja con tanta claridad que parece que la hayan lavado y frotado con nieve para recibir la fiesta.

Vanka lanzó un suspiro, mojó la plumilla en el tintero y siguió escribiendo:
«Ayer me dieron una paliza. El amo me arrastró por los pelos hasta el patio y allí me sacudió con un cinto porque cuando acunaba a su niño, me dormí en un descuido. Y la semana pasada, la dueña me ordenó limpiar un arenque, y como empecé por la cola, tomó el arenque y con la cabeza empezó a darme golpes en la boca. Los zapateros se ríen de mí, me envían a la taberna por vodka y me mandan a que robe pepinos a los amos. Y el amo me da con lo que encuentra. De comida, nada. Por la mañana me dan pan, a la hora de comer, gachas, y por la tarde, también pan. El té y la sopa son sólo para los amos. Me mandan a que duerma en el zaguán, pero cuando su niño llora, ya ni siquiera duermo, pues me hacen mecer la cuna.
Querido abuelo, por Dios, hazme una caridad, sácame de aquí, llévame a casa, al pueblo, ya no puedo más...Te imploro a tus pies y rezaré por ti toda mi vida, pero sácame de aquí, porque si no me muero.»
A Vanka se le torció la boca, se frotó con sus negros puños los ojos e hipó.
«Te rallaré el tabaco —siguió escribiendo—, rezaré a Dios, y si algo se tuerce, dame con toda tu alma como a una estera. Y si piensas en mi oficio, entonces, por todos los santos, le rogaré al almacenero qu me deje limpiarle las botas o, si no, trabajaré de sirviente en lugar de Fedka. Abuelo, querido, aquí no hay quien viva; sólo me aguarda la muerte. Quería escapar y marchar a pie a la aldea, pero no tengo botas y me da miedo el frío. Y cuando llegue a mayor, te cuidaré, te alimentaré y no dejaré que nadie te haga daño. Y si te mueres rezaré por el descanso de tu alma, igualmente que por mi madre Pelagueya.
Moscú es una ciudad grande. Las casas son todas de señores, hay muchos caballos, pero no hay ovejas y los perros no muerden. Los chicos aquí no van de puerta en puerta con el Belén y no dejan entrar a nadie a cantar en el coro, y una vez vi en la ventana de una tienda que vendían anzuelos con sedal y para todos los peces, pero valen mucho dinero; hasta hay un anzuelo que aguantaría a un pez de más de un pud (medida de peso que equivale a 16,3 kg.). Y he visto tiendas donde hay de escopetas de las que llevan los señores, o sea que valdrán unos cien rublos cada una....Y en las tiendas hay carne de urogallos y ortegas y liebres, y los tederos no te dicen donde los cazan.
Querido abuelo, cuando los señores pongan el abeto con dulces, cógeme una nuez dorada y guárdala en el baúl verde. Pídesela a la señorita Olga Ignátievna, dile que es para Vanka.»

Vanka volvió a lanzar un suspiro hondo y entrecortado y de nuevo clavó la mirada en la ventana. Recordó cómo el abuelo iba a cortar el abeto para los señores y se llevaba al nieto. ¡Qué tiempos tan felices! El abuelo carraspeaba y el aire helado crujía, y hasta Vanka, oyendo al abuelo y los crujidos del frío, también carraspeaba. A veces sucedía que, antes de cortar el abeto, el abuelo se fumaba una pipa, aspiraba largo rato rapé y se reía de Vanka, aterido de frío. Los jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, se erigían inmóviles y esperaban a cuál de ellos le tocaría morir. Como por encanto, por la nieve cruzaba como una flecha liebre. Y el abuelo no podía contener el grito:
—¡Cógela, cógela..., cógela!.
El abuelo llevaba el abeto cortado a la casa de los señores y allí se disponían a adornarlo. La que más se ocupaba de eso era la señorita Olga Ignátievna, la preferida de Vanka. Cuando aún vivía  Pelagueya, la madre de Vanka, y servía en casa de los señores, Olga Ignátievna le daba dulces a Vanka, y le enseñó a leer y escribir y a contar hasta cien, por puro aburrimiento, e incluso a bailar la cuadrilla. Pero cuando Pelagueya murió y Vanka se quedó huérfano, lo enviaron a la cocina de la servidumbre, con el abuelo, y de la cocina fue a parar a Moscú, a casa del zapatero Aliajín.
«Ven a verme, querido abuelo —prosiguió Vanka su carta—. Por Dios todopoderoso te lo imploro, sácame de aquí. Ten piedad de este huérfano infeliz, porque todos me pegan y paso un hambre terrible.
También saludo a Aliona, y a Yegor y al cochero, pero mi acordeón no se la des a nadie.
Quedo tu nieto Iván Zhúkov, querido abuelo. Ven.»


Vanka dobló en cuatro la hoja de papel y la metió en un sobre que antes había comprado por un kópek. Después de pensarlo, mojó la plumilla  y escribió la dirección:
«A la aldea de mi abuelo».

Después se rascó, pensó otro poco y añadió:
«Para Konstantín Makárich».

Satisfecho de que nadie le había molestado mientras escribía, se puso el gorro y, sin echarse encima el abrigo, sólo en camisa, salió corriendo a la calle.

Los de la carnicería le habían explicado que las cartas se echan en los buzones de correos, y que de esos buzones se llevan a todas partes del mundo en "troikas" de correos, que son unos coches arrastrados por tres caballos con cascabeles.
Vanka llegó a la carrera hasta el primer buzón de correos e introdujo la carta en la ranura: allí quedó su tesoro.
Mecido por dulces esperanzas, al cabo de una hora dormía profundamente... Vio en sueños una estufa. Encima de ella estaba su abuelo que, sentado con los pies descalzos colgando, leía la carta a las cocineras... Junto a la estufa se paseaba Anguila y movía la cola.

FIN

lunes, 9 de diciembre de 2013

UNA ESPECIE DE PRUEBA




 

Una especie de prueba



Se conocieron navegando por internet, chateando, de casualidad. Eugenia era empleada administrativa de unos astilleros en Cádiz, y él, Juan Carlos, era policía destinado en Oviedo. Uno en una punta del país, en el norte, la otra, en el lugar más alejado posible, justo doblando el mapa, en la otra punta, el sur. 

Juan Carlos adoraba la red de redes, pasaba allí gran parte de su tiempo libre haciendo lo que más le gustaba: escribir, sobre todo en los días lluviosos, que son algo más que habituales en el cielo asturiano. Eugenia también tenía por pasión escribir, aunque lo suyo fuese más bien la prosa, recién incorporada al ciberespacio, tras acostumbrarse a lidiar con los comandos y dominarlos a ellos en vez de ellos a uno, publicó algunos de sus relatos y poemas. Y así fue que el escribidor de la tierra de Clarín y la escribidora de la tierra de Alberti, coincidieron en un foro de literatura. Como suele ser: por puro azar. Un día que Eugenia respondía a los comentarios que iban apareciendo se topó con uno de un tal Juan Carlos, que le llamó poderosamente la atención por el tino y crudeza no exenta de sensibilidad con la que lo había escrito: «Tienes el ritmo narrativo perfecto. Me encanta tu forma de escribir: pausada, descriptiva, detallista, bien construida, nada caótica, sencilla y compleja a un mismo tiempo». Le gustó aquella crítica, y le entró la curiosidad de saber cómo escribiría su autor, así que leyó uno de sus relatos. Le pareció sublime, por lo que le dejó el comentario:
«Aciertas de pleno con tu visión descarnada de la humanidad, escribes sobre el aquí y el ahora, como sólo lo hace alguien que ha visto el lado oscuro de las cosas; sin embargo, en mi humilde opinión, el relato se te queda corto. Necesitas más recorrido ¡Escribe una novela!».

A ese comentario le siguieron otros, y después un intercambio de frases en el privado que, podría decirse, constituyeron casi una conversación, y que se fueron sucediendo en los días siguientes. Cada uno se quedaba esperando lo que hiciera falta a que el otro respondiera.
—¿De dónde eres?
A los cinco minutos.
—De Cádiz.
Cinco minutos más tarde.
—Cádiz, la milenaria. Pemán la piropeaba llamándola: «Señorita del mar, novia del aire o ciudad de la gracia, la razón y la medida».
Una pausa de quince.
—¿Y tú?
Cinco minutos después.
—Ovetense.
Al rato.
—Oviedo, dejó dicho Woody Allen, es una ciudad deliciosa, exótica, bella, limpia, agradable, tranquila y peatonalizada. Es como si no perteneciese a este mundo, como si no existiera. Oviedo es como un cuento de hadas.
Al día siguiente.
—Me cruzo todos los días con su estatua. Esa a la que no paran de robarle las gafas. Son tantas las veces que en ocasiones, creo, le oigo decir cosas.
Hasta que para mayor comodidad, se facilitaron los correos electrónicos y empezaron además de a cartearse a chatear en línea, abriéndose algo entre los dos: un puente entre dos mundos. Charlaban de sus trabajos (los policías deben desmontar una montaña de prejuicios que los demás no), de sus opiniones políticas (liberal ella, conservador él), de sus gustos por la música (les gustaba todo, partiendo el uno de su base de jazz, la otra del flamenco) y muchas veces —cada vez más— de sus problemas personales. Se hicieron verdaderos cómplices primero, y sinceros amigos, después. Se brindaban un genuino apoyo mutuo a pesar de la distancia y de que jamás habían hablado por teléfono y de que nunca se habían intercambiado fotografías. ¿Para qué?, había dicho ella. Para qué vamos a hablar y revelar nuestras voces, ¿importa eso acaso? ¿Para qué vamos a conocer el exterior si ya conocemos el interior?, le contestó él. Romperíamos, probablemente, la magia al ver nuestros rostros, el huidizo envase con que nos recubrimos.

Carta a carta de email, frase a frase de chat, la vida del uno y la del otro se iban entrelazando en la distancia a medida que se asomaban a la pantalla a leerse o a dialogar. Eran horas las que pasaban tendiendo aquel puente entre dos mundos, cada cual en su orilla respectiva, Cantábrico y Mediterráneo. Juan Carlos sintió como suyo el dolor cuando el matrimonio de ella se rompió y tuvo que separarse debido a que la relación con su marido resultaba imposible, y le escribió hondas y sentimentales cartas de apoyo, «epístolas» las llamaba, cada una con un título. Y cuando un tiempo después la novia de él lo abandonó por otro, Eugenia lo sintió también como un abandono propio, y odió a aquella mujer ingrata, y le dio mil consejos para hacerle más llevadero el desamor que le sobrevino.
—Es mucho más difícil mantener un amor que conquistarlo —escribiría Juan Carlos.
—Tienes razón. El aburrimiento fue la muerte de mi matrimonio. La vida humana tiene que tener, como una buena novela, su argumento: unos objetivos, un programa, unos proyectos, ilusiones y motivos para andar juntos… Se aburría conmigo y se iba con otras. Nunca estaba en casa. Nunca veía la hora de venir. Y en vez de diálogos teníamos discusiones. Pero además es que no pasó ninguna de las pruebas. Ni una. Y eso fue lo que me decidió a dejarlo.
—¿Pruebas?
—Sí, a menudo las mujeres os ponemos pruebas para ver si los hombres las pasáis. Un examen, vaya. A ver si renuncia al fútbol y me saca de paseo; a ver si se acuerda de tal aniversario; a ver si me dice que me quiere sin pedírselo; a ver si vemos juntos esta película, aunque no le guste, sólo por complacerme. Ya sabes. Mi ex suspendió con cero.
—Pruebas. Entiendo. El problema de tu exmarido y el de mi novia, era sencillamente que tenían otros rumbos distintos.
—Él no tenía valores.
—Ella no creía en nada. En nuestra relación ondeaba la bandera del absurdo. Bajo esa bandera se hace difícil entender que el amor —darlo y recibirlo— se aprende y que necesitas, además de esfuerzos, renuncias y sacrificios.
—Dar y recibir. Amar y ser amado.
—Así es. O debería ser.
—Pareces buena persona. Encontrarás a alguien que lleve tu mismo rumbo, ya verás.
—Y tú encontrarás a alguien tan lleno de amor, que jamás se aburrirá ni te aburrirá pues el argumento será como de película.
—Sí, 'Conocerás al hombre de tus sueños', de Woody Allen.

Transcurrió un año, en el cual él escribiría una novela y ella un poemario, y ninguno encontraría su media mitad soñada, hasta que aquella relación internáutica de repente se vio en peligro por una fatalidad estúpida. Los astilleros para los que trabajaba Eugenia recortaban salarios como medida para sostener el déficit en el sector, eso significaba que con lo que le quedaba apenas le daba para cubrir el alquiler, y, entre otras cosas, debía darse de baja de internet. Cuando se lo contaba a Juan Carlos, le avisaba que desaparecía de la red, que abandonaba aquella existencia virtual, que no podría tender ni cruzar el puente hasta que consiguiera un nuevo trabajo o mejorara la situación. En pocas semanas fue a peor y lo que en principio eran dificultades pasó a categoría de drama cuando los astilleros, sin previo aviso, quebraron y suspendieron pagos. Los trabajadores no cobraron sus nóminas y tampoco percibirían subsidio de desempleo, hasta en tanto no se regularizase su situación y la Seguridad Social se hiciera cargo. El último día antes del apagón definitivo se conectó para despedirse de Juan Carlos y él le pidió su dirección.
—Quiero enviarte un libro que, pienso, te ayudará.
Unos días después Eugenia recibió carta y cuál fue su sorpresa cuando al abrir el sobre lo que se encontró no fue ningún libro sino un giro de dinero con una nota que decía: El libro te lo mandaré más adelante, ahora lo que importan son otras cosas. La única condición que te pongo es que no perdamos la amistad. Que sigas al otro lado del puente. No tengo tantas amigas como para perderlas por el impago de una cuota.
Su orgullo gaditano le impedía aceptar el dinero pero, maldita sea, lo necesitaba. Necesitaba mucho aquel dinero si no quería dormir bajo un puente no tardando, pues en su cuenta no tenía ahorros. Estaba a cero. Eugenia recibió durante tres meses el mismo giro con idéntica cantidad —en el segundo de los cuales empezaría a cobrar  finalmente el paro—, aconsejado por su amigo envió currículos y aprovechó a hacer cursos de reciclaje. Al cabo de ese tiempo, encontró un empleo de representante en una multinacional. El puesto requería viajar mucho, algo que no le importaba puesto que era lo que había deseado hacer siempre, y disponer de un ordenador portátil con conexión a internet con el que mandar informes puntuales. Algo mejor entodavía: maravilloso, miel sobre hojuelas, bálsamo de Fierabrás pues de ese modo podía conectarse a discreción con Juan Carlos allí donde estuviera. Y viajó. Y cambio de latitudes. Y le fue escribiendo todas las noches después de cada jornada lo que había visto en la ciudad visitada. Es turismo gratuito, le decía, todo lo paga la empresa. Como Eugenia no era derrochadora, el sueldo estaba bien y apenas se gastaba en sus desplazamientos las dietas, consiguió ahorrar rápidamente bastante dinero, por lo que devolvió el préstamo a Juan Carlos. Lo hizo a la inversa, pidiendo su dirección con el pretexto de enviarle otro libro. Al giro lo acompañaba una cadena de plata con la leyenda: «Su agradecida amiga del otro lado del puente». Y una nota que decía: Gracias. Tengo el placer de invitarte a comer el día que tú digas de la siguiente semana. Lo sé, será en plena Navidad, pero también sé que, salvo nuestros trabajos, no tenemos compromisos. O sea, que no tienes excusa posible y no te libras. Juan Carlos se enteraría por el chat esa noche que Eugenia se venía a Oviedo, al parecer su empresa quería expandirse y localizar clientes en Asturias, y la enviaban a ella todo un mes, prorrogable si la cosa iba bien, a la vetusta ciudad.
Juan Carlos aceptó la invitación y acordaron quedar el día de Nochebuena —que ninguno trabajaba—  junto a la estatua de Woody Allen, a las dos en punto.
—¿Cómo te voy a reconocer? —había preguntado ella.
—Llevaré un libro de Alberti en la mano —había dicho él.
—Y yo la Regenta de Clarín —había contestado ella.
—¿No quieres que te envíe una foto? —preguntó ella después de un instante.
—No. Lo prefiero así. Es más de cine —respondió él, al cabo de otro.
En los últimos tiempos Eugenia se había dado cuenta de que su interés por encontrarse con Juan Carlos iba más allá del mero deseo de conocer a su amigo. Se sentía con él como con nadie, comprendida, querida, cuidada. Recordaba algunas conversaciones del Messenger de los últimos días donde llevados por el momento habían empezado a bromear acerca de la seducción y hecho juegos de palabras que, de algún modo, insinuaban aceptación. Llevaba tiempo sola, sin asideros, sin soportes, sin un buen argumento en su vida, y él también que, se preguntaba: ¿y por qué no? ¿Por qué no puedo ser yo la persona que lleve el mismo rumbo que él, y él mi argumento? Y desde que llegara a Oviedo la noche antes el deseo no había sino aumentado. Era, a qué dudarlo, un salto sin red, una prueba. Las expectativas depositadas en aquel primer encuentro eran muchas y lo que fuere que pasara podía cuajar en un mes o en un segundo. Distraída en sus pensamientos bajó a la recepción del hotel en que se hospedaba y, con La Regenta en la mano —edición de 1974—, tomó para la dirección que amablemente el recepcionista le había indicado para llegar al sitio: «todo recto por la calle de San Francisco, hasta el fondo, luego dejando a la derecha la plaza de la Escandalera, toma por la calle de Uría y, a mitad de ésta, gira a la derecha y allí se la va encontrar: de bronce y sin gafas, como un paisanín más. La gente andará sacándose fotos con ella». La ciudad, que estaba adornada con luces navideñas, era brumosa, de un gris melancólico, muy distinta a la claridad de oro viejo de su Cádiz, pero aún así le parecía hermosa. Ahora, piensa Eugenia, no necesitaba cruzar el puente hasta allí, estaba allí mientras tararea para sí misma: «Cádiz tiene duende; Oviedo, encanto». Iba a paso ligero, adelantando a todos los transeúntes, sorteando los grupos de gente agolpados ante los escaparates, pues quería  llegar cuanto antes. Deseaba ser puntual en la primera cita. Al doblar la calle peatonal que le indicaron, divisó en el medio justo, como un caminante más, un pie adelantado, las manos en bolso, la estatua en bronce del genial cineasta, y miró su reloj: pasaban cinco minutos. ¡Horror! Estaba llegando un miajilla tarde. Eso en el sur no era nada, pero en el norte eran tan cuadriculados que lo mismo le daba por no esperar y largarse. Aceleró más el paso. Observó que se reflejaba en el espejo que la humedad dejaba sobre el suelo. Tan-tan. No era su corazón el que sonaba sino las campanas de un edificio cercano tocando, pero se lo parecía. Qué emoción. Qué infarto, por Dios Bendito. Tal era su apresuramiento que tropezó con un apuesto hombre que no supo de dónde salía, al que casi tira al suelo.
—Perdón. Disculpe —se excusó azorada.
El hombre, alto, de ojos oscuros y pelo moreno, vestido con un abrigo de cuero marrón, le sonrió, hizo un gesto cortés restándole importancia a su torpeza, y dijo: No hay por qué, pero disculpada. Era impresionante el gachó, calificó Eugenia. Ojalá Juan Carlos fuera él. Pero no, buscó entre sus manos el libro de Alberti a medida que éste se alejaba, y no, no llevaba ningún libro. Eugenia corrió a situarse junto a la estatua como habían acordado. Y allí estaba. Bajito, regordete, calvo, aparentando bastante más edad de los treinta y nueve que dijo tener, y por supuesto con su libro de Alberti en la mano: Sobre los ángeles.
Instintivamente Eugenia introdujo con disimulo el suyo de La Regenta en el bolso. Se sentía decepcionada. Tantas ilusiones. Qué feo que era el pisha, si hasta se parecía al Woody Allen. Ahora entendía ella por qué no había querido intercambiar fotos. Se dio cuenta de que no estaba obligada a presentarse, al fin y al cabo no la conocía ni lo sabría nunca. Si se iba, podrían seguir como hasta entonces, manteniendo la amistad virtual y decirle esa noche, cuando se conectaran de nuevo, cualquier excusa por la que no pudo llegar. E inventar otras para no quedar en todo el mes. Eugenia empezó a retroceder, desviando el rostro simultáneamente a otros lados para no descubrirse. Y entonces recordó: aquel hombrecillo era la persona que la había estado animando todo aquel tiempo, con el que tanto y tantas cosas había compartido, el que le había dejado leer el borrador de su novela, a quien entregó su poemario para que se lo corrigiera, el que le había prestado el dinero para subsistir y para que el puente no se cerrara, ¿qué estaba haciendo? Cómo podía ser tan ingrata. Se avergonzó de sí misma. Entonces se lo quedó mirando directamente, dándose a conocer. Extrajo el libro y con él pegado al pecho avanzó hacia el hombrecillo y situándose a su altura por fin, le dijo:
—Hola, amigo mío, hemos quedado para comer, ¿no?
—Pues no —repuso el hombrecillo.
El hombre, que de cerca aún tenía el rostro más feo y más edad, dibujó una sonrisilla tierna e ingenua, mientras que Eugenia puso cara de extrañeza. ¿Qué no quiere comer conmigo el nota éste, que estoy de tan buen ver?, parecía decir su gesto.
—Mire, moza, yo no sé qué ye lo que pasa entre ustedes dos. Pero fai un cachu, un hombre alto que vestía abrigo de cuero marrón, diome este libro y pidióme el favor de que si viniera una chavala con acento andaluz a invitar a comer le dijera que él la estaría esperando en el restaurante de la esquina —y se lo señala con el dedo.
Eugenia salió tan disparada hacia el restaurante que casi no oyó cuando éste terminando de dar el recado, le decía: «era una especie de prueba».
El hombrecillo se encogió de hombros y miró para la estatua que seguía allí, quieta, con la chaqueta abierta y los pantalones arrugados, los zapatos grandes, el paso detenido, distraído el gesto.
—Ésta es una ciudad de cuento de hadas —le susurró Woody al oído mientras guiñaba un ojo con fingida picardía. 


        ©Humberto, 2013