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viernes, 18 de mayo de 2012

Mariano, el solitario




Mariano, el solitario.
«A una madre se la quiere siempre con igual cariño y a cualquier edad se es niño cuando una madre se muere»
                                                                                                                                                                (Pemán)

Declina la tarde. Nieva cadenciosamente, un manto blanco y virginal se ha extendido por la llanura, ennegrecida acá y allá por árboles deshojados. Un manto que deshonran las rodadas de un carro que tira un viejo caballo de andar cansino, en el que van tres hombres. Son tres guardiaciviles que, en la víspera de Reyes, han tenido la ocurrencia de disfrazarse de reyes magos y acercarse hasta el hospicio para llevar regalos. Han cambiado tricornios y capas por túnicas y coronas, y  se han propuesto repartir, mediando la magia, felicidad a unas criaturas infelices.

Fuera porque ellos, Miguel y Juan, habían sido huérfanos; fuera porque era tiempo de navidad y de compartir, de estrecha amistad y de unión; o tal vez por quitarse un rato de los sinsabores de un servicio duro haciendo cosas más humanas, más gratificantes; o, quizá, porque la bondad también es divisa que está en el fondo de sus cartillas, debajo del honor; fuera por lo que fuese el caso es que allí estaban ellos más el persuadido y siempre silente Mariano, aquel año, la tarde de un 5 de enero, siempre fieles a una solicitud del páter director.

Un año atrás, mediando la década de los cincuenta, en una España que se recuperaba del hambre tímidamente y tímidamente olvidaba sus heridas, se habían venido a aquel paraje castellano un grupo de monjes con unas cuantas criaturas a ocupar un viejo caserón, situado a orillas del Duero y a las afueras del pueblo, cedido por la Diputación. Era más la disposición que tenían para la empresa que los medios con que contaban. Pero echaban adelante.

Al llegar las navidades, y los rigores del frío, el páter director solicitó un poco de ayuda al comandante de puesto. Todos arrimaron el hombro. Todos los beneméritos y sus familias se entregaron a la tarea. Hicieron  acopio de todo aquello que fuera susceptible de serles regalado, desde fabricar ellos mismos juguetes tallándolos en madera o haciéndolos de hojalata, hasta esquilmar la despensa del cuartel. Temiendo se quedasen cortos solicitaron a los vecinos del pueblo algo de colaboración. La respuesta fue contundente: todo el mundo se rascó la despensa y hurgó en los desvanes y horneras, y, en cajas, fueron llegando al cuartelillo: caramelos, dulces, frutos secos... Hasta el carnicero regaló un jamón. También dejaron infinidad de juguetes usados. El día antes de la noche mágica, consiguieron tener listo un carro lleno de regalos y comestibles.


A Miguel y a Juan se les ocurrió entonces lo de hacer de reyes magos porque, como huérfanos de padre que ambos fueron, bien sabían ellos lo que se pasa y bien conocían lo que estas cosas, aunque poco, ayudan.
Les faltaba un tercero. Tenían que convencer a Mariano, el solitario.
—Pero, Mariano, si con ese bigotazo eres la misma imagen del rey Baltasar.
—Que no, que no me disfrazo.
—Venga hombre, no seas así, que tú también fuiste huérfano.
—No.

«Mariconadas las justas —se decía—». El corazón de Mariano era de hielo; no había tenido ni padre ni madre, muertos ambos cuando un obús voló por los aires la casa cuartel, en la guerra, tras un asedio, y se había criado en el Colegio De Huérfanos desde el biberón hasta que le llegó la edad para ser guardia. Para él su única familia era la Guardia Civil y como hogar no conocía otra cosa que el puesto en el que servía. Podría decirse que su vida entera era La Benemérita. Hombre adusto, hosco y de pocas palabras, que casi nunca sonreía, algo taciturno y dado a caminar en solitario. Cuando iba de pareja solía ir con un andaluz parlanchín que ya hablaba por los dos y le quitaba de ese trance mundano de conversar.
El silencio intenso con el aire de la sierra soplándole en la cara cetrina y angulosa que tenía, era la mejor manera que encontraba de restañar el corazón de las heridas. Sus silencios le defendían de las preguntas sin respuesta de la gente. Era el guardia perfecto: disciplinado, serio, callado; nunca jamás se quejaba como nunca jamás negó un cambio de servicio —que rara vez se cobraba— a otro compañero.
No puede decirse que tuviera mucha instrucción o poseyera grandes conocimientos, aunque sabía leer con soltura, y algún libro que otro leía por las noches, estando de imaginaria. Había uno de romances que, en particular, le gustaba, y un par de estrofas que se había aprendido de memoria. Detalle este último, de saberse estrofas, que nadie de los del cuartelillo sospechaba siquiera.

En sus ratos libres rondaba a una moza que servía de mesonera, llamada María, o eso creía él. Lo cierto es que nada más hacía que pasarse por la venta cuando sabía que  estaba ella, pedir un chato de vino y mirarla de vez en cuando. Si era sorprendido disimulaba, apartaba la vista y paseaba su enigmática mirada  por ninguna parte. Nunca le decía nada ni tampoco se dirigía a los habituales. En silencio, aislado de todo y de todos, pensando en sus cuitas a la vez que en la bonita sonrisa y el fino talle de María. Cuando se terminaba el chato se iba. Así muchos días.

***

Finalmente el hosco compañero cedió. «Bueno», dijo secamente. Así que se quitaron las capas y los tricornios, se cubrieron con unas  túnicas de terciopelo, se ciñeron  las cabezas con sendas coronas de hojalata, y, cayendo la tarde con los últimos ecos mortecinos de sol, tomaron para las afueras, camino del hospicio.

Mariano, de camino, ataviado toscamente de rey Baltasar,  pensaba en cómo se había dejado convencer por aquellos dos para tal embajada. Él era renuente a arrostrar semejantes compromisos. Esas cosas no iban con él. No era de los de ese tipo. Lo que le empujó a decirles que sí fue oír: «Tú también fuiste huérfano».  Esa frase que ahora resonaba una y otra vez en su cabeza fue el anzuelo con el que salió del mar de su soledad interior. La peor de las soledades. Le hizo recordar una ocasión en que siendo niño se despertó al oír la algarabía  de los otros niños del pabellón. Los reyes les habían dejado regalos. Se levantó y miró a los pies de la cama hallando una bolsa de caramelos y un soldadito de plomo —que él creyó siempre un guardiacivil—. Su nombre siempre había estado fuera de las listas de los reyes magos, por lo que la dicha le duró varios años: No habría más visitas de los de oriente. Conservó siempre aquel ‘guardia’ de plomo.

***
Al llegar el griterío es abrumador. Los niños les reciben con alborozo. Cantan y ríen a su alrededor. Funciona la magia de la representación. Hay verdadero delirio cuando reparten el contenido de los sacos. Todos parecen olvidar su infancia perdida, su desgracia, su desamparo.
— ¡Vamos, que hay para todos¡ ¡Venid!¡Tomad!
La alegría de los niños compite con el asombro de los adultos por el insospechado éxito de su representación, sólo la inocencia de los niños impide ver las perneras verde oliva asomar por las túnicas. Eso les alienta en su tarea, han captado la esencia de la magia que ellos mismos irradian y se han contagiado y metido de lleno en el papel. Ríen, cantan y gastan bromas con los niños. Mariano ya no es Mariano, el solitario y silente guardia, el que tiene menos sensibilidad que la suela de un zapato: es Baltasar.

El cura se dirige a Mariano, y le lleva a un aparte.
—Disculpe pero, ¿no podría hacer usted el favor de llegarse a la enfermería?, es que allí tenemos a Alfonsito, una criatura gravemente enferma de tuberculosis, que por lo delicado que está el pobre no puede acercarse hasta aquí donde están ustedes y...
—Por supuesto, Páter —dijo cortando al entender lo que se le solicitaba—. Yo mismo le llevaré las cosas al pequeñín, señor cura. Pierda cuidado. Me hago cargo.
—¡Está muy grave! No sé cuánto durará el pobre, el señor dirá, pero esto creo que le anime mucho.

En la tenue habitación, postrado en una cama y envuelto en luz dorada de un candil, el niño, de exánime respirar y con ojos de esperanza, recibe al rey mago. Carita blanca enmarcada por cabellos rizados; ojos grandes, oscuros, y mirada angelical.
—Señor Rey Mago — dijo con trémula voz —, no le parezca mal pero yo no quiero regalos; yo, si puede ser, y como sé que usted viene del cielo, quería que volviese y me buscase a mi madre, y me la trajese hasta aquí para me diese un beso. Cambio todos esos regalos por un beso de mi madre que, como nunca la conocí nunca me lo pudo dar.
— ¿Un beso de tu madre, dices, hijo mío?
— Yo no sé lo qué es eso, rey mago de mi corazón, pero para mí que no debe haber en el mundo cosa más grande que el beso de una madre.

En su corazón sombrío florecía la humanidad como una flor al alba de primavera.
—Y no lo hay. Criatura. No, no la hay. Nada hay más grande bajo el cielo estrellado que el beso de una madre, y nada hay mejor que dormirse arrullado por uno de sus besos.
Y aquel adusto hombretón se vio reflejado en los dos lagos claros que eran los ojos del chiquillo y pudo contemplar al niño que él mismo había sido. Y una melancolía purificadora le invadió el tuétano. Lo comprendió perfectamente: «¿Cómo es el beso de una madre?», esa era la pregunta que se había formulado siempre sin respuesta, tortura que lo había acompañado incesante en su infancia perdida.
El niño escuchaba esperanzado lo que decía, como si después de tanto tiempo, el silencio vencido se hubiese convertido en aroma.
—…No hay cosa más grande —continuó— (Y recordó los versos), «¡Ah, volver a nacer, y andar camino,/ ya recobrada la perdida senda!/ Y volver a sentir en nuestra mano aquel latido de la mano buena/ de nuestra madre... Y caminar en sueños por amor de la mano que nos lleva.»  «¿Por qué sumida en la doliente ausencia/ te erige sus cadalsos el dolor?/Tu delito fue darme la existencia,/¡fue tu delito tu materno amor!»
— ¿Me la traerá, rey mago, me traerá a mi mamá?
—Pues claro que sí, hijo mío, soy un mago y de los buenos ¡el mejor!, y, como hay un Dios en el cielo, que esta misma noche, antes de que te duermas te traeré a tu madre, la madre que no conoces, para que te dé ese beso que tanto deseas. Pero toma estos regalos que te he traído.
Y cuidadosamente  fue dejando sobre la mesita un caballo de madera de los que el Venancio había tallado por las tardes con su navaja, uno de los cochecitos que Pedrito, el hijo del cabo, había pergeñado soldando unas latas de conserva, y hasta unos calcetines de lana que la mujer del sargento había tejido.
Se agachó para besarlo y cuando este le dijo: «gracias rey mago, no sabe usted qué contento estoy», no pudo evitar que una lágrima traicionera se escapase surcando la mejilla como una estrella fugaz, cayendo en el bigote, contristado por el engaño que le hacía. La primera en toda una vida.
Se quedó un rato con él muy a gusto pues en aquella habitación había una extraña a la vez que familiar atmósfera de paz, y, al cabo, el niño se durmió. Se palpó el bolsillo y sacó el ‘guardia de plomo’ que dejó a los pies de la cama. Luego salió del cuarto de espaldas y de puntillas para no despertarlo, muy despacio.

Se reunió con los otros que ya habían acabado y se marcharon. Atrás quedaban unos niños que se dispersaban jugando con los regalos y comiendo dulces. Aseguró que tenía algo en los ojos que le picaba. Juan y Miguel se rieron. Al llegar al cuartel se separó de ellos. Les dejó y siguió con el carro.
—Tengo algo que hacer —les dijo.
Se fue alejando ante la atónita mirada de sus amigos «de reparto».

El plan era sencillo: si se había hecho pasar por rey y mago, y funcionó, bien podría María pasar por la madre del niño. Era perfecta para el papel, su cara tenía cierto aire angelical. Sólo había un problema: convencerla. Azuzó el caballo, corrió como un poseso a la venta, buscó a la mesonera y le habló con la firmeza que la ocasión requería.

María se quedó sorprendida al ver que aquel hombretón, siempre tan parco en palabras y al que no recordaba haber oído nunca ni un susurro siquiera, la estuviese hablando. Estaba como cambiado, no era por todo el insólito torrente de palabras con que la sacudía sino porque, de alguna manera, aquel hombre le estaba abriendo su corazón. Estaba como poseído de una fuerza animosa. Y eso la conmovió profundamente. Además, hacía tiempo que María se había fijado en Mariano. Sus silencios le parecían, en cierto modo, más atractivos que el hablar todo el tiempo de la mayoría. De hecho, el que fuera tan callado lo hacía situarse como fuera de este mundo.
Le habría dicho que sí a cualquier cosa que le hubiese pedido sólo por conocerlo.
— ¿Entonces vienes conmigo al hospicio y te haces pasar por la mamá de ese niño?
—Sí.
No entendía muy bien pero captó la idea, se trataba de hacer algo bueno por un niño enfermo. Le pareció bonito.

La noche azul ardía toda sembrada de estrellas. El carro retornaba al hospicio con su traqueteo de siempre y el mismo cansino andar del viejo caballo por el camino nevado. En las montañas se oía silbar el viento y el Duero repetía su monótono canto.
Al llegar estaban fuera, en la puerta, el señor cura y el señor médico.
—Padre, ¿y Alfonsito?—preguntó, angustiado, figurándose lo peor.
—Su cuerpecillo no aguantó la fiebre. El Señor quiso que no sufriera más… Se nos ha llevado a Alfonsito. Ahora estará en el cielo, junto a su madre.
—No, no puede ser, ¡he llegado tarde! Se lo había prometido...Traía a su madre…María.
El páter, comprendiendo, le pasó a Mariano la mano por el hombro y le dijo aquel cantar popular:
 «En una carroza dicen que vino, la acompañaban todos los Ángeles y la seguían las estrellas, posándose en la habitación a su niño del alma ha besado. Por el cielo vuelan ahora los dos camino del cielo».
Afuera dejó de nevar, cesó el silbar del viento y una estrella iluminó fuerte, brillante, límpida, el camino de vuelta.

EPÍLOGO

Todo está relacionado, conectado por hilos providenciales. El final de un sentimiento es siempre el germen de otro que nace y que se cosechará: Tal fue siempre el motor de la vida. Al cabo de un año y dos meses, Mariano se casará con María, y al primero de los tres hijos que tendrán le llamarán… Alfonso.
Bajo un viejo olmo se encuentra una pequeña tumba que tiene una cruz blanca, a cuyos pies se oxida un soldadito de plomo que, fijándose un poco, parece un guardia.
«No hay vez que el corazón derrame sangre con rumor de lluvia que no se ilumine la niebla».

FIN



PD: A mi abuelo, un huérfano que no tuvo más madre que su patria.
A mi bisabuelo, otro huérfano que no supo de ella sino su nombre.
A todos los que, de alguna manera, sentimos la orfandad.

© Humberto 2009

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