Vistas de página en total

domingo, 26 de junio de 2011

EL CATALÁN: UN VASO DE AGUA CLARA

EL CATALÁN: UN VASO DE AGUA CLARA

Por José María Pemán


     Venir a Madrid, de cuando en cuando, es un modo de encontrar los problemas socio-políticos ya planteados ; ya en su período emocional y confuso. Es como llegar a una comedia en el segundo acto : cuando el desenlace se vislumbra cercano, y las fuerzas dramáticas presionan para que ese desenlace sea de este modo o del contrario.
En esta ocasión me encuentro - ¡otra vez !- el problema del idioma catalán revivido con ocasión de la enseñanza en las escuelas. Pienso que el primer problema del catalán como idioma es este de calificarlo como "problema". En este caso, como en otros muchos, el problema es el modo de manipular una cosa que en sí misma no lo es. El catalán, en sí, no es un problema : es una evidencia. Lo que ocurre es que las evidencias cobran fisonomía contorsionada de problema cuando son manejadas por los políticos, ¡que ésos sí son problema !.
Ahora el tema hecha chispas, porque en las Cortes, con ocasión de discutirse la Ley de Enseñanza se ha dicho que se tuviera cuidado con el catalán, que podía ser portador de virus políticos. Es otra vez la suspicacia renacida. Desde el día siguiente de la liberación de Cataluña se vio el camino que iban a emprender algunos, reincidiendo en pasados errores. Estuve en Barcelona en los primeros días. Aparecieron calles y esquinas empapeladas de tiras o rótulos inoficiales con este texto : "No hables catalán, habla la lengua del Imperio". Se iniciaba esa fórmula que había de emplearse en muchas cosas : contestar a los hechos con los vocabularios. A mí me invitaron poco después para ser mantenedor de los " Jos Florals", que iban a reanudar la vieja tradición provenzal. La invitación iba acompañada de unas notas en las que se me adelantaba que no admitirían poemas escritos en catalán. También confidencialmente se me rogaba que no hiciera la exaltación de Joan Boscán, el primer poeta catalán que , a finales del siglo XV, escribió versos en castellano. Contesté excusándome, porque vi claramente que se organizaba un acto "separatista" : que de una raya o frontera tanto puede uno separarse de un lado como de otro ; y por una ley dinámica social el tirón hacia dentro es correlativo e inseparable del empujón hacia fuera.
Estaba claro que algunos estaban dispuestos a reincidir en la viciosa distribución arbitraria de buenos y malos. Por aquellos días en el orden cultural se armó revuelo cuando D’Ors publicó una "lista de las cosas que los griegos no tenían", en la que enumeraba, al lado de las gafas o la bufanda, la confesión vocal. Ahora se redactaba la nueva lista de cosas malas con igual convencionalismo : los partidos, el parlamento, la Prensa... el idioma catalán. Clasificadas así las cosas se les aplicaban soluciones absolutistas : enmendándole la plana a Dios ; que , por ejemplo, prohíbe el adulterio, pero no prohíbe, curándose en salud, que salgan las mujeres a la calle, que las puertas tengan llavines, que los hombres se suban el cuello del abrigo, y otra porción de cosas que indudablemente facilitan la consumación del pecado. Guillotinando el enfermo se cura evidentemente su dolor de cabeza. Prohibiendo aprender a hablar el catalán, es seguro que en catalán no se dirá ninguna cosa desagradable o contraria al pensamiento del que hace la prohibición.
Para darse cuenta de que el catalán es una realidad evidente y biológica, basta observar el actual episodio. Plantean el tema restrictivamente los políticos, y le replican a coro la cultura, la antropología, el romanticismo. Se cita la Pacem in Terris, de Juan XIII, donde dice que hay que "promover el desarrollo humano de las minorías, con medidas eficaces en favor de su lengua, su cultura o sus costumbres". Se citan también parecidas consignas de la UNESCO. Está bien claro que el tema tiene raíces trascendentales muy por encima de la pura política. Es bien claro que si se anuncia un proyecto de ley económico, mercantil, financiero, acuden a opinar ; convocados o espontáneamente, las cámaras profesionales, las empresas, los sindicatos. Pero cuando lo que se plantea, como ahora, es el tema de la lengua catalana, acuden con una ensordecedora espontaneidad los ateneos, los clubs de fútbol, los catedráticos, los teatros de aficionados, las parroquias, los grandes almacenes... Está bien claro : es la "vida" en su totalidad espiritual y física la que se ha sentido convocada.
Todas estas realidades vivas se sienten dolidas al ver que como se propone cachear a los viajeros de las líneas de aviación, previendo la piratería aérea, se propongan algunos cachear al catalán por si lleva por si lleva virus escondidos. No se comprende que estamos ante hechos biológicos que se escapan de las manos. El día en que Menéndez Pelayo fue mantenedor de unos "Jocs Florals", pronunciando en catalán parte de su discurso ; y en que el poeta premiado con la "englatina de oro" era Jacinto Verdaguer, que declamó parte de su "Atlántida" ; desde ese día había un hecho irreversible, que la política no podía desconocer : porque no era de la familia de las leyes o los decretos, sino de la familia de la biología y la física como la montaña de Montserrat, el Llobregat o el Mediterráneo.
Todavía son muchos los que escriben preguntando si el catalán o el gallego son lenguas o dialectos. Creen que ésta es una jerarquía administrativa que se dictamina desde fuera. Se es lengua cuando se tiene alojada en sus palabras una gran literatura. Nadie puede votar a Curros Enríquez, Rosalía de Castro, Verdaguer, Maragall o Sagarra. Hay pueblos bilingües, eso es todo. Son muchos los catalanes que aunque hablen perfectamente el castellano piensan en catalán. No vale dar distinto valor al hecho de pensar en una lengua cuando hay dos, según el enfoque polémico del tema. En Puerto Rico, cada día más, se habla el inglés por personas que piensan en español. Le puede salir el tiro por la culata y herir la Hispanidad al que no valora en el pleito del catalán lo que es la lengua del pensamiento.
Hay que superar esa tendencia muy española a enfocar las cosas en un sentido positivo y resignado, en vez de creador y activo. Es el caso de los beatos y escrupulosos que cuando el Papa decretó el permiso de beber agua, sin límite de tiempo, antes de la Comunión, encaraban el hecho como una condescendencia melancólica a la que había llegado el Papa porque no tenía más remedio. Sin entender que el episodio tenía un valor positivo ; y lo que el Papa hacía era ensanchar las posibilidades de los comulgantes contra las dificultades y limitaciones de la antigua regla del ayuno : que es a lo que el Papa quería poner remedio. Lo que nos asombra no es que lo hiciera así, sino que durante tantos años y siglos se mantuviera esa suspicacia de impureza, frente a una criatura tan limpia y transparente como el agua.
Del mismo modo, el catalán no es un hecho que se "conlleva" o al que se resigna uno. Es un hecho, no pasivo, sino activo, que significa enriquecimiento y aumento para España. Transparente el contenido y el cristalino continente, nada hay en este tema que sea resignación o componenda. Hablar o leer o aprender el catalán es un hecho simplicísimo. Se trata de beber un vaso de agua clara.

lunes, 20 de junio de 2011

MARTÍN (Lo perdido sigue ardiendo dentro de la memoria)





MARTÍN (Lo perdido sigue ardiendo dentro de la memoria)


LIBRO PRIMERO
 —I—



E
n la periferia de la ciudad, asomado a la ventana de un viejo edificio, Martín está mirando las afueras, a lo lejos se divisan la Ciudad Universitaria con las carreteras que llevan y traen vehículos a sus pies, y al fondo, recortándose bajo un cielo gris y azul plata, los montes nevados. Tiene treinta y siete años y en la mano una taza de café. Está observando como el sol de invierno resbala, macilento, por las fachadas de las facultades y relampaguea al aparecerse en los cristales, mientras las manadas de estudiantes entran por las puertas de forma rutinaria, a centenares, como engullidos por un gigante. Da un sorbo y se le vienen a la cabeza sus tiempos de estudiante, lejanos tiempos. «No era bueno, algo vago, pero era brillante».
Entra dentro, por todo el salón hay recuerdos de ella. Aquella misma habitación en la que había vivido horas felices, ahora le parece hostil. Después se sienta en el escritorio, remata de un trago el café, respira y, repentinamente, como si en el último sorbo hubiera estado la decisión, empieza a retirar de encima los libros de ascenso sobre los que llevaba meses apretando los codos, preparándose para subir de categoría, que mete en un cajón, dejándolos caer. Ayer mismo tuvo noticia por su jefe de que no aprobará la entrevista, «no va a ser porque —le dijo secamente— toca a otros este año, quizá el siguiente, Martín». Encima de la mesa pone un manuscrito que lleva interrumpido dos años, desde el mismo instante en que, como ahora lo del ascenso, decidió dejarlo, desde el día en que el terrón de azúcar del amor se disolvió en el café del hastío y ella desapareció de su vida para siempre, y con ella la ilusión. La ilusión, como los motores, marcha bien al principio; empieza luego a tener achaques y, por fin, queda inservible... Y aquel motor se paró, ya exhausto hace ahora dos años. Lo intenta pero no puede seguir, se da cuenta de que le falta el aceite. De pronto, como movido por un resorte, Martín sale a la calle y dirige sus pasos a la Ciudad Universitaria. Necesita engrasarse, que el aire fresco de febrero le dé en la cara y conseguir librarse de la mujer de los cabellos del negro y brillo de la antracita que tanto le observa, dejando encerrado en las paredes de casa su fantasma. Buscando encontrase consigo mismo Martín se ha encontrado frente a las puertas de la Facultad de Ciencias de la Información. Corría un viento frío. Buenos recuerdos le asoman justo un segundo antes de que decida entrar, al entender que en el suelo de aquellas aulas, como en un espejo, flota el paisaje de la orilla en la que sueña atracar, y que le proporcionará la identidad de esa verdad perdida que busca. Son las diez y suena un timbre, Martín entra con otros alumnos en una clase y se sienta en uno de los muchos pupitres vacíos. El aula es grande, amplia y moderna, tipo anfiteatro, muy diferente a los arcaicos y planos cuartos que tenía la facultad de su ciudad en la que cursó estudios de filología, donde se arracimaban para oír al profesor. Aunque aquí la acústica es buena por la forma curvada, y al profesor se le oye por megafonía, hay muchos que no le escuchan. Se oye un rumor de fondo de alumnos que, en susurros, hablan entre sí.
La mañana pasó pronto, Martín disfrutó de lo lindo oyendo disertar a aquel profesor acerca de la escritura como modo de vida, y al que vino después, sobre la narración periodística, y al último de todos, lo que se alegraba de que los nuevos periodistas no recurrieran ya a ninguno de los formatos canónicos del periodismo: la pirámide invertida, ni de cualquier derivado de esa otra fórmula: la estructura focal. Después, por la tarde, se fue a trabajar. Al día siguiente volvió, y al otro. Y así estuvo durante un buen tiempo acudiendo por las mañanas a clases, sobre todo las de Lengua Española, Redacción Periodística y Análisis de Textos.

Las explicaciones de los catedráticos sobre los mecanismos del lenguaje iluminaban de nuevo lo contenido en las celdas apagadas de su cabeza y hacían resucitar su creatividad dormida, y para evitar que las ideas que le nacían se le escapasen empezó a tomar notas en un cuaderno. Otra vieja costumbre que, asimismo, recuperaba. Luego, en casa, esas notas, breves párrafos, a veces pequeñas frases, las desarrollaba en un texto más o menos largo o las dejaba en barbecho, para otra ocasión.
Por un lado estaba maravillado con aquello de aprender por el puro placer de aprender, por el otro, se sentía como un polizón que navegaba de forma furtiva a bordo de las aulas de aquella universidad, con temor a ser sorprendido. A cuyo sostenimiento, pensaba sin embargo, contribuía de manera infinitesimal. 
—II—

E
n el ecuador de una noche, cuando ya la sala de espera se encontraba vacía de público y, por la hora que era, no se esperaban más visitas y el papeleo de los detenidos estaba terminado, entra en la oficina de denuncias en la que trabaja Martín una muchacha que pide hablar con un responsable en privado, no sin cierto aire de misterio. Martín la invita a pasar a su despacho y a sentarse, cerrando la puerta. La muchacha es rubia, muy atractiva, representa veinte años, lleva puesta una gabardina muy elegante. Antes de que pueda preguntarle el motivo de su visita le hace la confidencia de que debajo de la gabardina no llevaba nada, y dicho esto se levanta y, con una mirada fiera y torva, como de deseo, empieza a desabrochársela. Martín se incorpora haciendo aspavientos con las manos en señal de que pare, de que no haga eso, de que respete el lugar en el que se encuentra. Parpadeó volviendo a la realidad. Aún tenía extendidas las manos, con las palmas hacia fuera, que movía. No había nadie frente a él. Se había quedado traspuesto. Afuera se oía el ronco gemido del tráfico circulando por la rotonda y la brisa que movía blandamente las hojas de los árboles del patio de la comisaría.
Acabado el turno de noche, ya por la mañana, al salir de la boca de metro Martín tomó para la facultad en lugar de a su casa, a descansar. Los árboles del campus se alienaban a su paso y las ramas, trenzadas por su copa, parecían marcarle el camino. Se encontraba a gusto en aquella onírica dimensión a la que le trasportaba la clase. Era una pequeña droga que le proporcionaba sumo placer.

A tercera hora hubo un cambio de alumnado, marcharon unos y entraron nuevos provenientes de otras clases. La compañera que le toca al lado es rubia, comprueba, turbado, que lleva puesta una gabardina idéntica a la de la chica del sueño. Hasta la muchacha se parecía. No, corrigió, era igual. Era ella. De repente se gira y le mira con sus ojos azules. Parecía querer decirle algo. Entonces sonríe y acercándose a su oído le dice en voz baja que no llevaba ropa interior puesta.
Martín abrió los ojos. Un sudor frío le recorría el cuerpo. Se había vuelto a quedar dormido. «Es hora de irse a casa», piensa.
                                                                                ***
Un mes después, tumbado en la cama, junto a un reproductor de música, Martín pensaba. Por la ventana se veían el cielo azul, los arboles desnudos y las calles desiertas.
Relee la carta un antiguo compañero de facultad que está de director en un colegio privado de su ciudad natal, en la que le propone dar clases de Lengua y literatura. «El sueldo no es muy allá pero yo sé que tú vales para esto, y que aunque lo niegues es lo que mejor sabes hacer. No te lo pienses mucho pues tengo la junta esperando y ellos apuestan por otros candidatos. Un abrazo».
Encima de la mesa, alumbrada por la mortecina luz de un flexo, está la petición de excedencia, que le dirige al director general, mecanografiada a doble espacio y sin firmar.
Martín es filólogo, o lo era, porque en vez de ejercer vocación se hizo de oficio policía. Todo un cambio. Siempre pensó que su vida era una continua sucesión de interrupciones: Abandonó un trabajo como profesor para hacer la tesis doctoral, y el doctorando para escribir un libro que dejaría, a los años, para ingresar en la policía y poder tener algo fijo con lo que vivir, y con ello, al cambiar de ciudad y de latitudes, a un amor de toda la vida por otro que era para el «resto de la vida», y a la literatura que tanto amaba por éste nuevo amor de cabello de antracita, amor que finalmente lo acabaría abandonando una fría mañana, largándose con otro que no tenía más que dinero y un descapotable. Y la lista seguía: Un ascenso que se le negaba, un destino que no se producía, una medalla que no se le concede…
—III—

A
 Martín, los del grupo del taller literario le han parecido unos farsantes, que nada más están allí para ligar y para alabarse mutuamente. Hablan como notarios, muy engolados. Decepcionante cuanto le han leído: vanos ejercicios escolares, superficiales y frívolos.
Lo ha invitado esta mañana Marisa, una chica rubia, compañera de clase, que ahora está sentada a su lado. Al llegar a la vieja cervecería del casco antiguo, los ha visto sentados al fondo, en una mesa redonda sobre la que hay, depositados en desorden, varios libros, ninguno de cuyos autores es español, predominando los americanos, un par de ceniceros y más cafés y más cañas que personas: señal de que los de la tertulia llevan allí bastante tiempo. Cuenta siete chicas de un total de doce. De pie, uno de ellos, que a tenor de cómo lo miran, parece el más admirado por todos, estaba leyendo un poema suyo. Marisa le hace una señal a Martín y éste se sienta junto a ella en la silla que le ofrece, y presta atención. El poeta se lo toma en serio, pone intención, pero así y todo no evitaba con ello que Martín piense que el verso es rematadamente malo, además de libre e insulso. Todos aplauden entusiasmados al orate cuando termina. Uno le dice: ¡viva! Otra, una pelirroja con boina que le confiere un aire como francés, le da un abrazo. Martín guarda un prudente silencio.
Martín se había preparado una respuesta por si, más adelante, se entablaba una conversación y alguien le preguntaba a qué se dedicaba. Les diría que corrector. Lo cual, en parte, era cierto. A tiempo parcial trabajaba para un editorial corrigendo textos. «Lo de este tío sí que necesita de una corrección ¡urgente!».
Ahora se levanta una de las chicas, una morena de mirada lánguida y gruesa cadera, que se empeña en leer un capítulo de su novela. «Esto es aún peor ¡En primera persona y en femenino!», piensa Martín, con sorna, al inicio de la lectura. Y al final: «¡Qué tostón! Tendría que usar los elementos novelísticos puros: descripciones, personajes, diálogos, monólogos interiores… No éstas digresiones pseudoensayísticas. Suena todo pedante y confuso». Sin embargo, el auditorio se entusiasma hasta el delirio extático, de lo que el líder del grupo, que se llama Luis, califica de «proeza literaria».
—Vosotros, al escribir, ¿con qué soñáis?— Pregunta Martín dejando la cuestión en el aire.
Yo con poder definir lo inefable, como descubrir el alba dentro de las sombras, dice Luis, que se queda tan ancho. Yo con escribir un best seller que me haga millonaria, dice la pelirroja de aire parisino muy ocurrente y riéndose, con un estilo impresionista, eso sí. Lo importante es el nudo, la historia, repuso un tercero que había estado callado, con que el lector entre en feroz y cordial contacto con la realidad que se le cuenta...
Martin no siguió escuchando más. Le habría gustado decirles que novelar consiste en hacer presente la realidad del segundo mundo en que consiste la novela, el que se sueña, delante del lector, y hacerlo con consistencia y expresividad. Novelar es presentar, no referir ni contar. Pero su atención se desviaba ahora sobre Marisa. De repente, la mujer que había estado a su lado se volvía radiante como un amanecer. ¿Cuál era el color de sus ojos en aquella penumbra de la cervecería? ¿Azul o gris cobalto?
— ¿Nos vamos?—preguntó ella en tono que sonaba afirmativo.
— Si tú quieres —respondió él en tono igualmente afirmativo.
— ¿Me puedes acompañar a casa?
—Vale.
Salen afuera, el macilento sol de marzo estaba cayendo, sus últimos rayos se iban a clavar sobre las fachadas del viejo barrio que miran a poniente y a esconderse entre los cabellos de oro de Marisa que a ojos de Martín cobraba apariencia seductora por momentos. Pasean por las calles empedradas entre el gentío. Ella habla poco y sonríe todo el tiempo, clava en él sus ojos como inquiriendo unas respuestas que no se producen. El bullicio callejero suple el silencio. «Azul cobalto», sentencia Martín cuando se paran frente al portal y reciben la luz que viene de dentro. «¡Son azul cobalto!»
Martín cada vez está más convencido de que, Marisa, la chica rubia que ahora está allí parada de pie junto a él, cuyos pechos suben y bajan al respirar, es la misma chica rubia con la que ha soñado. Teme despertarse de nuevo y que todo aquello no sea más que una ilusión y desaparezca.
— ¿Se trata de la chica rubia, la que se me aparece cuando sueño? ¡No, no es ella! ésta no tiene gabardina… luego ¡Es real! Debería serlo —Musita en voz baja.
Los labios de ella no dicen nada pero son una invitación. Se besan compulsivamente y entran dentro.
Por la mañana temprano, aún es de noche aunque ya se adivina el alba, cuando Martín sale del portal. Camina calle abajo y al rato se detiene frente a un escaparate para ver su imagen reflejada. Trata de comprobar si todo ha pasado realmente. Trata de cerciorarse si no seguirá soñando. «Ha sucedido. Ocurrió. Marisa existe. Y eso me recuerda que se me ha concedido la excedencia y que he aceptado el trabajo, por la tarde, cuando coja el tren, empezará para mí un nuevo día.».
Martín, el soñador, ha despertado firmemente anclado en un trozo de lo real y no entre fantasmas como se temía, y eso será la fuente de un nuevo ímpetu creador que le impulsará por fin hacia la expresión lírica, la ilusión perdida por escribir. El motor de la ilusión lubricado del aceite de la vocación suena rotundo de nuevo, sin achaques.
Todas las notas que ha ido tomando cobran ahora sentido al encajar, como las piezas de un puzle, en una idea general.
—IV—

H
an pasado ocho años, en una televisión entrevistan a Martín.
—En su primeras novelas aparece una mujer joven y rubia, ¿en ésta segunda también?
—Pues sí.
— ¿A que es debido? ¿Tiene usted algún tipo de fijación por las rubias?
—No especialmente. Supongo que es debido a que estamos en España, si estuviéramos en Suecia probablemente entonces hablaría en mis novelas de una mujer morena.
(Risas)
Toda realidad —continúa—nace de un ensueño. Y toda obra literaria nace de una mujer. ¡Si ellas se dieran cuenta de lo capacitadas que están para poner al hombre en condiciones de producir!...
— ¿Las mujeres?
—Las mujeres llegan inesperadamente, nos hacen sufrir y nos obligan a pensar.
—Tengo entendido que usted escribió estas dos novelas, del tirón, en apenas un par de años.
—En efecto, cuando llegue de Madrid y me instalé de nuevo en mi tierra, me puse a escribir y a escribir, y no podía parar, me sobraba material para novelar, así que decidí no ponerle fin. Vamos, lo que se dice continuar viaje sin fecha hasta la estación término. Las ideas estaban ahí almacenadas, como el agua en un embalse, y me salían a borbotones por la esclusa. El resultado fueron tres «ladrillos».
— ¿Tres?
—Sí, en realidad es una trilogía. Le digo en primicia que el último se publicará a su tiempo, pero que también está escrito.
— ¿Y cómo fue?
—Cuando hube terminado corregí el primero y lo mandé a varias editoriales hasta que, al tiempo, una me contestó interesada en él. Cuando mi editor, a la vista del relativo éxito de ventas obtenido, me pidió al año que me comprometiera y escribiese otro, le solté encima de la mesa el segundo. ¿Ya lo tienes escrito? me preguntó extrañado, pues sí le respondí, no sólo eso sino que también tengo el tercero.
—En su primera novela habla de la realidad de los sueños, de la memoria de lo soñado, de la otra cara de lo que percibimos, del reverso de los pensamientos ¿De qué hablan las otras dos?
—En esta hablo del amor interrumpido, de aquellos amores que lo son aunque no hubieran cuajado, aunque sólo hubieran estado en una única ocasión, en una noche, o hablando a propósito por qué no podían serlo, de esa clase de amores que ninguno de los dos pueda ya olvidar su cara el resto de su vida. Y en la tercera… Bueno de esa sólo hablaré en presencia de mi abogado.
(Risas)
***
Un ayer de tus labios en mi oído,
una huella sonora, una cadencia,
hizo flor de latidos tu presencia
en el último borde del olvido.
***
Ese mismo día, por la tarde, se acercó a la comisaría, subió los escalones y en la segunda planta, la del archivo, visitó a un antiguo compañero y amigo. Se saludaron efusivamente y tras regalarle el nuevo libro, debidamente firmado, Martín le pidió un favor por los viejos tiempos.
—Necesito que me encuentres a una amiga, anda, búscame en los archivos a una chica de la que solo sé que se llama Marisa, madrileña, periodista, de unos veintiocho años.
— ¿Sólo tienes eso?
— ¡Bah! Una dirección donde pudo haber vivido hace ocho años.
— ¡Pues estamos aviados! No sé, no sé, es mucho favor. Me llevara diez minutos por lo menos— espeta riéndose—. Anda. Cuando salga el tercero me lo tendrás que regalar también.
—Dalo por hecho.
—Te llamaré mañana con lo que tenga y ahora ¡largo de aquí! ¡A escribir!
Cuando ya en la puerta se despiden.
— ¿Merece la pena?
—Qué, ¿el libro?
—No, coño, la chica ésta, ¡Marisa…!
Martín ha hecho como que se va, ha bajado un escalón y tras meditar un instante se ha girado. Sonriendo, responde:
—Tanto como la vida que soñamos frente a la que tenemos.
-FIN-